20200610

DIONYSOS PATER LIBER (Doceava vértebra)







XII.







CELSO, FILOSOFO ROMANO (siglo dos)

      El dogmatismo, una opinión cerrada, ciega, opuesta a la libertad máxima, la del pensamiento, es la principal característica de estos charlatanes iluminados, de esta peligrosa secta surgida del judaísmo, los cristianos, substantivo que derivan del « christos », su dios resurrecto. ¿Puede acaso un cuerpo muerto, y desde ya en proceso de descomposición, volver a su estado animado y vital primero? No sabiendo cómo responder a la razón, los cristianos hacen acopio de delirios y de absurdos. Dicen que para su dios, el dios hebreo, según ellos el único y verdadero, todo es posible; pero la vida, la naturaleza, no puede realizar ni desear algo tan vergonzozo contrario a ella misma, que todo asimila y transforma. En cuanto a los dioses, que son símbolos, hay multitud, según la cultura y la civilización en el vasto mundo. En el que nos concierne, pienso en el orfismo, una antigua doctrina que propone la salvación del alma, el elemento sutil, después de la muerte, como ahora los cristianos. El orfismo desafía o cuestiona, desde el interior de la religión griega madre, sus valores, como ahora los cristianos. No puedo asegurarlo por falta de fuentes, pero aventuro la hipótesis de que el orfismo también tiene un discurso escatológico, un discurso sobre el fin del mundo, como ahora los cristianos. El orfismo lanza la idea del ser que todo contiene, no del ser único, decir único es una absurdidad.  El orfismo lanza la idea de un ser todopoderoso y autoengendrado, el Fanes órfico, muy distinto del entronizado por la religión oficial. Esta idea del ser único  es recuperada por el judaísmo, luego por los cristianos, secta de éste, como el zoroastrismo del mazdeísmo, como el budismo del hinduísmo.
       La supuesta e imposible resurrección de un ser del reino animal es de índole supersticiosa, crédula, contraria a la ciencia y al saber. La memoria más arraigada y profunda del ser humano es la memoria del cuerpo, que corresponde al instinto de conservación. En consecuencia, el temor supremo es el temor a la muerte, como si la muerte fuera algo distinto de la vida. Este timor mortis está incrustado en los estratos más profundos de la psique. La vida incluye a la muerte y viceversa, se trata del mismo movimiento. Considerando estas evidencias, puedo concluir que el cristianismo se fundamenta en un absurdo totalmente contrario a las leyes de la vida, de la naturaleza, de la física, de la lógica, es un absurdo situado en las antípodas de la inteligencia. Al mismo tiempo, su fundamento es la fantasmagoría, que permite la intrusión del mito, como todas las creencias, todas falsas, por cierto. Amén de mitos ajenos, los cristianos poseen los suyos, o que creen suyos, unas elucubraciones basadas en ángeles, demonios, espíritus y otras entidades, o infiernos, o paraísos, elucubraciones mazdeístas, que salen de la psique y de su máximo poder, la imaginación. Vuelvo a la famosa resurrección. Según cuentan, estando algunos de ellos en la tumba de su dios ajeno a la corrupción y a la descomposición, acude un ángel, dice uno, dos ángeles, dice otro, tres ángeles, afirma un tercero, para mover la roca que clausuraba el sepulcro, y después para anunciar a las mujeres la resurrección. Si uno da crédito a estos textos, el hijo del dios hebreo necesitaba refuerzos; no podía, solo, mover el pedruzcón para salir a la luz. Pues bien, este tipo de resurrección es la prometida a esos crédulos, sus seguidores y adeptos. Esta resurrección corporal es la piedra angular de su más obstinado predicador, un judío llamado Pablo de Tarso. « Van a resuscitar tal como fueron en vida », les dice y promete. Uno se pregunta, ¿y en qué momento de la vida del individuo se opera la mágica resurrección? ¿De niño?, ¿de adulto?, ¿de adolescente?, ¿de anciano? Y si estuvieron gravemente enfermos… ¿así resuscitarán?, ¿y para qué?, ¿para de nuevo morir ?, ¿para de nuevo resuscitar?, ¿y así sucesivamente? Sólo un espíritu alterado psíquicamente puede aceptarlo. Y si le damos crédito a sus textos, que ellos consideran sagrados, redactados en griego por autores inciertos, el dios que los guía, no sabemos hacia adónde, expuso su cuerpo, el bien más preciado de la naturaleza, la obra maestra de la naturaleza, a los más innobles y horribles suplicios, como si fuera algo desprovisto de valor, como una materia vil. Conozco muy bien los textos de sus progenitores hebreos, un prodigio de la imaginación capaz de competir con Hesíodo, Homero y los poetas inventores de la cosmogonía órfica. El Génesis y el Exodo contienen altas dosis de comicidadde dosificada y hasta de sabia truculencia. Hay quienes viven setecientos o novecientos años, pudiendo así competir con ciertos árboles, el cedro o el olivo, por ejemplo. La exageración de la exageración, la hipérbole inconcebible para la razón, sólo puede ocurrir en términos imaginarios. Se trata, precisamente, de una figura literaria llamada adinaton, que postula a lo imposible y que, por hacerlo, tiene un efecto cómico. A mis manos y a mi curiosidad han llegado textos de autores desconocidos, presumo que firmados con seudónimos, que los cristianos leen y creen al pie de la letra, como si un trabajo literario, siempre deudor del invento y la imaginación, debiera ser así comprendido. De así serlo, son émulos de los griegos, y antropomorfistas como ellos. Tengo la certidumbre que de este peligroso disparate depende el futuro de Roma, y que constituye una amenaza peor que las de los bárbaros, por eso he leído y estudiado e interpretado cada documento nuevo. El Evangelio de Pedro, el Evangelio según los Hebreos, el Evangelio de los Ebionitas, el Evangelio de Nicodemo, los Actos de Pilato, el Evangelio de Judas, el Evangelio de Marco, el Evangelio de Juan y todos los textos atribuídos a Pablo de Tarso, el principal instigador del fenómeno basado en la resurrección de la carne ya muerta. Todos estos textos desconocen una paternidad específica. Son textos literarios, como los textos de sus maestros, los griegos, que al menos tenían la delicadeza de firmar con nombre propio sus producciones. Considerando el trabajo de los historiadores y de los filósofos, del personaje principal llamado Christos, que Suetonio llama « un tal Chrestus » refiriéndose a un rebelde ajusticiado, no existe el menor indicio, traza o mención. No lo menciona Filón de Alejandría, ni Séneca, ni Apolonio de Tiana, ni Epícteto, ni Marco Aurelio, ni Luciano de Samosata. No lo menciona Denis de Halicarnaso, ni Plutarco, ni Arriano, ni Apiano de Alejandría, ni Tito Livio, ni Veleius Paterculus, ni Valerius Maximus, ni Quinto Curcio, estos dos últimos contemporáneos de Tiberio y del Chrestus, ni Tácito, ni Plinio el Viejo, ni Plinio el Joven, sólo lo menciona Suetonio, pero en esas épocas existieron decenas y decenas, por no decir centenas, de chrestus, profetas e iluminados judíos. En esa época, la crucifixión era la pena máxima para los rebeldes contra el Imperio  y para ciertos delincuentes. Sólo lo menciona Flavio Josefo muy someramente, en los párrafos 63 y 64 del tomo XVIII de su obra monumental, Las antigüedades judías. Pero, al auscultar el brevisimo pasaje en cuestión, me resulta evidente que está alterado por tendenciosas interpolaciones, a cargo de copistas cristianos posteriores. Y lo  menciono yo, Celso, como tributo a mis investigaciones y a mi pasión literaria, ahora que empieza a forjarse la leyenda.
      ¿Cómo es posible que esa creencia irracional, basada en el miedo y en la ignorancia, que otorga un carácter sobrenatural o divino a ciertos actos, a ciertos fenómenos naturales, a ciertas palabras, divulgada por analfabetos, por semianalfabetos, mendigos, indigentes, obnubilados ajenos al placer, pezuñentos en el desierto, grupúsculo borreguil e idólatra, sea, ahora, una amenaza para Roma? La ignorancia, cualquier ignorancia específica, en términos cuantitativos, será siempre superior a la filosofía y al saber. Estos seguidores obcecados triunfarán por una razón ancestral, por el instinto tribal y numérico, sinónimo de fuerza, así como triunfan las hormigas, porque la mayoría idólatra es superior al minoritario saber. De ese rebelde político, los cristianos han forjado un personaje conceptual con préstamos o residuos de otras mitologías, el dios frigio Atis, el Dionysos griego, los egipcios Osiris y Horus y otros resurrectos, no sólo vencedores de la muerte, también recompuestos. El dios de los cristianos adquiere rasgos de un dios solar sincrético, con atributos de Mithra, de Apolo, del Sol Invictus, incluso del Krishna de los hindúes, ¡vaya mezcla!
      Según la fábula creacionista judía, el hombre es el punto máximo de ella, por ser una emanación del dios, quien lo fabricó a su imagen. Si el hombre es imagen del dios, el hombre es el dios, y no sólo el supuesto hijo único. Siguiendo un raciocinio semejante, si lo es, podemos inferir que el planeta Tierra es el hijo único del desconocido e infinito universo, así como el Chrestus lo es de su Progenitor, ambos machos, como si el elemento femenino necesario a toda procreación, fuera inferior. Pero el humano es un simple animal de la naturaleza. Un animal entre miles y miles, sino millones, de animales y demás seres vivientes, así como el sol que nos alumbra es una estrella entre millones y millones de estrellas. El hombre es el más débil de todos los animales. Psicológicamente y físicamente, es capaz de destruir a sus semejantes o de autodestruirse. El hombre, afligido de raciocinio, ya no es salvaje y se ha vuelto extraño a Natura. Natura, si a alguien pertenece, es al león, al águila o al delfín, por ejemplo. En Natura, cada parte integrante no existe por sí misma, no, cada parte está hecha en función del conjunto y de él depende. Y la preocupación de Natura, suponiendo algo semejante, no es exclusiva para nuestra especie; también lo es para las cucarachas, los monos y las ratas, que no necesitan ni conocen más resurrección que la palingenesia. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.




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