Por: Rómulo Meléndez
(sobre LA VENGANZA DE LOS MONOS MECANóGRAFOS)
R.M. Algo que aparece en tu cuenta de FACEBOOK: Animista primitivo, atomista, materialista (sin materiales) y ateo poscristiano....¿podrías explicarme lo que quieres decir?
G.C. Un día aparentemente cualquiera, mientras cocinaba, me encontré hablando cariñosamente con una hamburguesa que estaba friendo. De ahí me di cuenta que era animista primitivo; y soy atomista en el sentido defendido por Demócrito y su atomismo antiguo. Intento encontrar mis referentes religiosos antes del triunfo del platonismo-cristiano. Soy materialista en sentido también filósofico, por ello intento dejar claro que no soy materialista en la acepción de «interesado», que es la acepción vulgar que se usa hoy. Por eso soy «materialista sin materiales», porque tengo pocas posesiones materiales (aparte de libros y discos); sin embargo, creo firmemente en la materia como punto de partida de todo placer y dolor (habría que añadir en mi definición que también soy epicúreo) (el eclecticismo posmoderno nos permite ser tantas cosas dispares).
Aunque cuando tengo ganas de creer en dioses prefiero a los dioses griegos, humanos, demasiado humanos... mis dioses personales son Apolo y Dionisio. Lo de ateo poscristiano tiene una explicación más compleja. Siempre fui ateo desde niño, fui criado en un ambiente científico (mis padres son expertos en ballenas). Creo que las creencias religiosas se adquieren en el entorno familiar, por eso no creo que se deben tomar muy en serio (si me hubiese criado en Afganistán quizás sería ahora un piadoso y tierno talibán). En casa nunca hablamos de dioses ni religión (sólo como fenómeno social y sicológico)(mis referentes «religiosos» son Nietzsche y Sartre).
Hay muchos tipos de ateos; yo soy «ateo poscristiano», porque creo que ya estamos en la etapa poscristiana. Tras 2 mil años de poder, el cristianismo está en inevitable decadencia. Esta idea está muy bien explicada y defendida por el filósofo francés contemporáneo Michel Onfray, quien también utiliza la palabra poscristiano. Anuncia el fin de la tiranía cristiana y el retorno a una época precristiana de libre pensamiento y libre acción.
R.M. En la solapa del libro describes las cosas que has hecho y haces: “inútiles”. ¿Es (in)útil el libro que escribiste?
G.C. Cuando a la gente le digo que me dedico a cosas inútiles ponen un gesto grave y compasivo, y me dan una palmadita en la espalda tratando de consolarme diciendo que lo que hago sí tiene relevancia y utilidad. Obviamente no compartimos el mismo concepto de lo «inútil». Para empezar debo explicar que el concepto de «inútil» que uso no es el concepto ordinario. Para mí algo inútil no es algo que «no sirve para nada»,sino es algo que no está hecho para servir a un fin ulterior, por lo tanto esa inutilidad indica un fin en sí mismo. Aquello que existe como fin en sí mismo existe como pura gratuidad. Las cosas bellas son inútiles en este sentido; obviamente podemos encontrar una utilidad instrumental en muchas cosas bellas, pero para mí la belleza y el placer son fines en sí mismos (aparte de su utilidad biológica, que es un tema largo que no puedo explicar aquí). Esta gratuidad inútil resulta irritante para la limitada mentalidad del burgués quien sólo entiende el mundo en formas de utilidad y beneficio: trabaja para ganar dinero, mira la televisión para relajarse, lee el best-seller del momento para estar a la moda
entre sus amigos mercaderes (este concepto está ampliamente desarrollado en el libro de Max Scheler El resentimiento en la moral). Son maneras distintas de entender el mundo. Decía Schopenhauer que la inutilidad en la belleza era un signo de nobleza.
Así también lo entiendo yo. La actividad inútil es un signo de nobleza, es también una postura romántica y estética. Para mí hacer esculturas y escribir es dedicarme a actividades inútiles, productos que luego serán arrojados al mundo y tendrán existencia propia. Podrán ser utilizadas de distintas maneras (leídas, compradas, quemadas, etc.), pero en sí mismas su existencia no puede explicarse más allá de su propia facticidad.
R.M. ¿Cuánto tiempo te lleva escribir un texto?
G.C. Un texto puede nacer en una hora, un día o en una semana. A veces el parto puede ser doloroso y durar semanas. Por lo general un texto nace a partir de una ocurrencia afortunada. Puede aparecer en el metro o en medio de una anodina clase de inglés (es mi trabajo en el mundo real). Muchas veces capto una frase suelta cuando la gente me cruza por la calle. Cuando esto sucede sólo escucho unas palabras aisladas sin contexto. Es una frase huérfana; entonces puedo adoptarla y usarla como quiera. El mundo está lleno de palabras sueltas, bastardas y huérfanas; palabras que nadie quiere.
De ellas puede nacer algo que luego valga la pena ser leído. Cuando nace un nuevo texto siempre lo dejo dormir unos días, o incluso meses. Si supera esta cuarentena luego tendrá derecho a seguir su propia vida.
El libro es un producto de 6 años de trabajo. Es también el producto de una necesidad creativa en un ambiente hostil y limitado. En Lima tenía un taller para dedicarme al trabajo escultórico. En Madrid ―donde estudio un doctorado en filosofía―, no tengo condiciones para realizar trabajo plástico, así que esa carencia me obligó a buscar otras formas de expresión. La única herramienta que tenía a la mano era la palabra. Entonces decidí que debía usarla. Era también era una buena oportunidad para intentar aprender a escribir bien (si lo logré o no, esto será decidido por los lectores). Un ejercicio de autoaprendizaje, solitario y solipsista. Quizás esto resulte irritante para los poetas puros, pero ante la especialización moderna prefiero la diversificación renacentista. Me parece un terrible desperdicio sacrificar todas nuestras habilidades potenciales por una sola actividad especializada.
R.M. El lenguaje que usas es metafórico. ¿Cómo se te tiene que leer? ¿Puedes dar al lector algunas pautas o secretos escondidos en tu lenguaje poético?
G.C. La gente se irrita cuando no entiende algo. Es también una mala costumbre moderna,esa obsesión por encontrar sentido estricto en todo. Entiendo la necesidad de entender,pero hay cosas que quedan mejor sin entenderse del todo. Un texto poético muere un poco cuando queda completamente explicado o entendido (como un chiste explicado o un truco de magia revelado)(otro ejemplo: esta fastidiosa moda en el cine de hacer documentales de «the making of», arruinando toda la fantasía y misterio de los efectos especiales). Un texto poético, como una bella mujer, siempre debe dejar espacio para el misterio y la incertidumbre. Yo no quiero explicar lo que para mí significan los textos.
Con ello podría arruinar la propia interpretación del lector (como cuando vemos la versión cinematográfica de un libro que no hemos leído, si leemos el libro después, la película ya nos habrá arruinado la recreación personal de los personajes y escenarios).
Un texto sólo vive cuando es leído; el significado es una construcción compartida entre el texto y el lector, una creación privada e intransferible. Por eso dejo espacio para la ambigüedad, ese espacio permite al lector construir su propio significado que es tan valioso como el mío y de cualquier otro. En eso consiste, creo, la riqueza de leer un texto poético.
R.M. En la mayoría de los textos no existe un ambiente específico. Puede ser en cualquier lugar. ¿deseas ser universal?
G.C. Es una buena observación. El único lugar que aparece mencionado en el libro directamente es la ciudad de Roma (pero eso sí, la Roma antigua que ya no existe). El texto La ciudad sin sombra es un doloroso y sincero homenaje a Lima (a esa Lima gris y fea que me recibe cada año en julio), pero el nombre no se menciona. Esta ambigüedad y falta de precisión es intencional. De esta manera el lugar donde se desarrolla el texto puede ser en cualquier sitio; esto permite dar libertad al lector. Cada lector puede hacer de estos «no-lugares» (claro está, uso el término sin su connotación urbana y fenomenológica) algún lugar concreto según su propia experiencia individual.
Las ciudades que se mencionan pueden estar en cualquier parte. Creo que muchas cosas que suceden en una ciudad también suceden en otras. En mi exilio, he notado que la gente es muy similar en todas partes. Poco importa especificar el lugar donde suceden los acontecimientos. La falta de especificación no pretende validez universal (esto sería sumamente pretencioso y de mal gusto), sino que pretende la posibilidad de ser «ubicado» en algún lugar o tiempo por el lector.
R.M. En la página número siete de LA VENGANZA DE LOS MONOS MECANóGRAFOS escribes: “las cosas tienen que ser de alguna manera y por eso son como son”....por extensión, ahora que tienes el libro publicado...¡es como es! ¿qué piensas de él al respecto, orgulloso ó deprimido?
G.C. Me da pudor hablar sobre mis propios pensamientos y sentimientos con respecto a mi criatura. Como cualquier padre, siento orgullo y satisfacción, pero también pienso ahora en las criaturas futuras y especulo sobre qué forma tendrán. Ya no serán monos mecanógrafos, serán otra cosa. El no saber lo que serán me mantiene intrigado y alerta.
El libro publicado, como los hijos que crecen, poco a poco se aleja de su creador para vivir su propia vida. Se enfrenta a la crítica, la adulación, el cariño, la indiferencia y el desprecio, como la gente en su vida diaria. Sólo espero haber publicado algo que vale la pena ser leído. Con toda la fealdad que ya existe en el mundo sería imperdonable crear más.
R.M. LA VENGANZA DE LOS MONOS MECANóGRAFOS son textos, no es poesía, por lo menos no la poesía clásica, no encuentro rima ni métrica. Son textos en prosa que tienen un acercamiento poético con analogías y abundante metáfora. Son textos que deben ser consumidos de a poco, dosificados como medicamento. Una pastilla, un texto, cada noche antes de dormir. Si lees dos o más es posible que se pueda descansar. ¿Cuál es tu reacción?
G.C. Yo no llamo a mis textos «poemas», los llamo textos. Pero son textos en formato de prosa poética, y si este formato es el hijo bastardo de la poesía, sigue siendo un derivado de ella. Por eso el libro se publicó bajo el rubro de poesía, pero en su acepción extendida. Encuentro muy difícil escribir poesía pura. Me siento cómodo escribiendo textos cortos, párrafos con ideas que se cierran sobre sí mismas y que luego pueden pasear por el mundo libremente. Curiosamente, muchos textos fueron escritos en su estado original en formato poético, estructurados en versos. Esto fue su forma primitiva, pero luego al leerlos me di cuenta que no era poesía, era prosa puesto en formato poético. Eran frases que había colocado con cierta elegancia una tras otra. Así que asumí la realidad y coloqué las frases como debían ir, en prosa. He visto esta práctica de distribuir la prosa en versos en muchos poetas contemporáneos. Sin embargo, me parece que esto no es poesía. Sería demasiado fácil hacer poesía así. Quizás la lectura de muchos textos seguidos arruinen su efecto farmacéutico (en el sentido del phármakon griego, algo que puede ser a la vez medicina o veneno). Pero cada lector sabrá cuál es la dosis adecuada según su propia fisiología.
R.M. ¿Cuántas veces se tiene que leer un texto para entenderlo?
G.C. No tengo respuesta coherente para esta pregunta. Sigo pensando que «entender» el texto no es lo más importante, prefiero que el lector disfrute (o experimente un placer estético, para decirlo con mayor exactitud) con la lectura más allá de un posible entendimiento.
R.M. El libro está dividido en tres actos: delirio, melancolía, lucidez. Esto me recuerda a un paciente psiquiátrico que en éste orden manejaba su vida cotidiana. ¿Por qué esta división?
G.C. Intenté explicar esto brevemente en la introducción del libro. Esta división no es casual.
Ciertamente, los textos aparecieron bajo uno de estos estados. Esto no quiere decir que deliraba cuando escribía los textos del delirio. Sólo quiere decir que eso era lo que podía escribir en ese momento. No quería buscar sentido, sólo quería jugar. Obviamente,tras el delirio creativo hay un proceso de corrección y edición, pero esto es puramente formal. El contenido original debía salir casi como un vómito. Los textos del delirio aparecieron por primera vez tras leer algunos textos surrealistas de André Breton. Siempre me interesó el surrealismo y el dadaísmo por esa irreverencia y desfachatez para afirmar el absurdo y defenderlo hasta las últimas consecuencias. El absurdo como trasgresión de la racionalidad occidental, como negación de la herencia apolínea del orden y el control.
La melancolía es el estado más común para la creación poética. Ese estado que no llega a ser tristeza pero que se le parece mucho. Un estado que quizás recoja el sentir de la existencia desnuda. Es una melancolía muy existencialista, y creo que eso queda reflejado en los textos. La lucidez es la superación dialéctica de los dos estados anteriores. Es la única salida para no caer en el nihilismo absoluto. La lucidez como afirmación vital, como un grito que corta un aire glacial. Es la voz de un dáimon insobornable que se burla de todo, de nuestra autocompasión, de nuestra debilidad, nuestra cobardía y nuestras verdades. Esta lucidez deviene sin moral, sin sentimientos de culpa, sin compromisos. Es la afirmación absoluta del Yo en estado de inocencia
frente al mundo. No hay concesiones de ningún tipo. Usé estos tres estados en mis textos porque son también los estados con los cuales supero mis propias pequeñas tragedias emocionales. La superación lúcida es lo que me permite burlarme de mis propias miserias. Es verdad que esta lucidez puede ser por momentos dura y cruel, pero ese es el precio de la libertad.
R.M. ¿Puedes contar cómo escribes, en qué lugar, a qué hora, qué te inspira y los pasos a-priori de LA VENGANZA DE LOS MONOS MECANóGRAFOS?
G.C. En su formato primitivo el libro iba a llamarse Tres posibles caminos hacia la razón, pero luego pasó a llamarse La venganza de los monos mecanógrafos, y es un título que me gusta mucho y que estuvo esperando bastante tiempo para salir al mundo. Durante varios años fui acumulando textos que sin darme cuenta empezaron a tomar forma hasta que un buen día me di cuenta que tenía material suficiente para publicar un libro coherente (claro está, me refiero a una coherencia interna, como un juego de lenguaje). A comienzos de marzo contacté con Azul editores, una nueva editorial joven (Melissa Patiño y Piero Montaldo, a quienes afectuosamente llamo «los azules») para empezar el trabajo de edición. Todas las gestiones se realizaron a través de Internet con numerosos encuentros vía Skpe donde discutíamos los pormenores. Publicar un libro se parece a un romance tormentoso, hay momentos buenos y malos, broncas y reconciliaciones, pero el resultado final ha sido plenamente satisfactorio para ambas partes. Afortunadamente los azules contrataron al poeta Óscar Limache para corregir mis textos. Oscar fue una grata sorpresa; sus correcciones y sugerencias siempre fueron muy acertadas y cuidadosas. A partir de esta aventura compartida mantengo una buena relación con él. La ilustración de portada estuvo a cargo de mi amigo artista Fito Espinosa, quien además de entusiasmarse con el trabajo, no me cobró (es la ventaja de tener amigos artistas).
Generalmente escribo en las noches, por factores de tiempo y además porque la noche es un espacio temporal más íntimo, y es más fácil recibir algún tipo de inspiración. Las frases me pueden visitar en cualquier momento y lugar, por eso suelo cargar siempre papel y lápiz en la mochila. Lo terrible es cuando una frase hace una vista inesperada y no hay donde anotarlo. Entonces no queda más remedio que repetir la frase en la cabeza hasta llegar a un lugar donde se pueda se anotar por escrito. Inevitablemente siempre hay frases que se pierden para siempre, como esas melodías que a veces inventamos sin darnos cuenta, pero que luego ya no podemos repetir.
R.M. ¿Cuál es el mensaje que tienes para los lectores?
G.C. El mundo no tiene sentido, a menos que uno quiera inventarlo (lo cual para muchos es una verdadera molestia).
R.M. En la solapa del libro aparece que pasaste tu infancia comiendo fish & chips, tacos con guacamole y ají de gallina. Se puede deducir que has vivido en de UK, México y Perú, ¿verdad?
G.C. Así es, nací en Inglaterra, luego a mis 7 años nos mudamos toda la familia a México, primero unos años en Ensenada, Baja California y luego un año en Mérida, Yucatán. México marcó una etapa muy bonita de mi infancia. Sobre todo la etapa en Ensenada. Recuerdo que los algunos fines de semana viajábamos todos en el viejo Ford LTD 1970 de mi padre para pasar el día en San Diego. Esa facilidad para pasar al «otro lado» era mágica. Fueron años muy amables. A mis 12 años nos mudamos a Perú, específicamente a San Andrés, Pisco. En la antibiografía que publiqué en la solapa no quise dar datos concretos, por eso me pareció que con las pistas culinarias ya sería suficiente. Veo que ha funcionado. Desde el año 2004 vivo en Madrid. Este nomadismo inevitablemente ha marcado una forma de ver el mundo y asumir los acontecimientos y la gente. También se aprende el sutil arte de despedirse.
Estuve en Pisco en casa de mis padres durante el terremoto de agosto del 2007. Aunque todos salimos ilesos, además del terremoto la casa tuvo que enfrentar un tsnunami que inundó todo destruyendo gran parte de la hermosa biblioteca de mis padres y todo a su paso. Fue una experiencia muy dura, pero aprendí que la vida es frágil y que el azar juega un rol mucho más importante de lo que sospechamos. Sobrevivir a la furia de la tierra y del mar en un mismo día es también motivo de mucha suerte. En este sentido me siento muy afortunado.
R.M. En el libro se puede absorber cierta dosis de exilio o en todo caso una condición inmigrante. ¿Qué has aprendido estando fuera de tu país? ¿Cuáles son los elementos postivos de “el ser peruano”?
G.C. Me gusta considerarme un exiliado voluntario. Aunque tampoco siento esa melancolía típica del que está lejos de su país (ni he sentido nunca la tentación de juntarme con otros peruanos para comer ceviche los domingos). Mis mudanzas me han hecho abandonar el sentimiento patriótico; no tengo ni religión ni equipo de fútbol. Con esto he convertido el lugar donde vivo en «mi país», más específicamente, la habitacion donde vivo que cariñosamente llamo «mi cueva» (inspirado en la cueva que habitaba feliz el Zaratustra de Nietzsche). Con esto quiero decir que yo no pertenezco a un país, sino que el lugar que habito se convierte en «mi país» (como también podría decir que no creo en Dios ―el judeocristiano―, pero quizás Él sí crea en mí).
El primer año en Madrid fue muy duro; me sorprende haberlo sobrevivido en aceptables condiciones. Aquí he experimentado la soledad extrema, el desamor, la incomprensión, la estupidez y la alienación. El acto de escribir fue también un remedio desesperado contra todos los elementos en mi contra. También he escrito algunos relatos cortos sobre mis bizarras experiencias en Madrid como extranjero incomprendido. Quizás los publique algún día.
R.M. Además de escritor y filósofo eres escultor. ¿De qué forma se puede conjugar estas profesiones, cuáles son las similitudes y limitaciones?, ¿cuál es la experiencia estética que experimentas al escribir?
G.C. No creo que haya limitaciones. Definitivamente la mirada estética y filosófica pueden encontrar un punto de convergencia en la mirada poética. Cuando debo escribir un ensayo filosófico (actualmente estoy escribiendo mi tesis doctoral) debo usar un lenguaje racional y muy riguroso. Creo que escribir prosa poética se parece más al arte plástico, por eso yo lo llamo «artescrito». En mi pretendida condición de hombre del Renacimiento leo cosas muy dispares, me gusta leer libros de divulgación científica, libros sobre evolución, historia, biografías, además de novelas y ensayos. Creo que con el mal hábito de la especialización moderna la gente ha olvidado que todos los saberes están conectados, quizás de manera sutil (la división moderna es pura convención sólo por comodidad), pero dependerá de cada lector crear esas asociaciones que finalmente nos enriquecen. Puedo encontrar una frase poética en un libro de ciencia o filosofía dura; las cosas no están tan separadas como se cree. Generalmente un buen libro me abre la puerta hacia un área del conocimiento que hasta ese momento desconocía (y como dice el cliché: cada cosa que aprendo me hace ser más consciente de todo lo que ignoro). Sin duda, mis años de estudios en filosofía han modelado el carácter existencialista, escéptico y cínico de los textos. Hace años descubrí un día que la filosofia me había despojado de lo que yo llamo la «ingenuidad existencial». Esa cómoda ingenuidad que nos permite andar por el mundo sin demasiada preocupación, sin dudas y sin preguntas. Una vez perdida esta ingenuidad no hay retorno, sólo queda seguir en el camino de la incertidumbre y el escepticismo. Por eso cuando encuentro gente que aún conserva esa ingenuidad existencial los dejo tranquilos. No todos están preparados para sobrevivir a esta orfandad metafísica.
Del lado del arte heredé mi visión romántica y trágica. Hace unos años escribí un ensayo filosófico sobre el perfil del héroe trágico romántico, intentando con ello hacer un ejercicio de autoconocimiento. Ahora entiendo de dónde viene esta visión trágica y romántica que no puedo abandonar. Curiosamente, aunque entiendo de manera racional todo esto y sé que será mi ruina en esta sociedad utilitaria, no puedo dejarlo. Quizás porque al mismo tiempo no he encontrado una postura estética más sincera y superior al romanticismo trágico. Desde entonces para mí el mundo se divide en románticos trágicos y banqueros en camisas rosadas. Obviamente, yo tengo que estar en el primer grupo.
R.M. ¿Puedes contarme quiénes son tus referentes para escribir y qué libro debería leer el lector aparte de LA VENGANZA DE LOS MONOS MECANóGRAFOS?
G.C. Bueno, me temo que mis gustos literarios son bastante convencionales. Me gustan mucho los relatos de Cortázar, Borges y Ribeyro. Recientemente se publicó una crítica de mi libro en un diario limeño; el crítico encontró semejanzas con Las historias de cronopios y de famas de Cortázar. He leído mucho a Cortázar pero curiosamente nunca había leído ese libro; obviamente después de leer la crítica leí el libro mencionado, y efectivamente encontré algunas semejanzas de estilo. Lo que no es justo es que el crítico insinue que yo me había inspirado en ese libro (espero que con esto no quiso decir que me había copiado). Más bien, me siento halagado con esta asociación. Claro está que no pretendo compararme con Cortázar, pero me satisface saber que ambos hemos coincidido en hacer de la literatura del absurdo un tema serio.
De la poca poesía que he leído me gusta Pessoa, en particular los poemas bajo el heterónimo Álvaro de Campos. Otro libro sagrado de mi biblioteca es El libro del desasosiego, también de Pessoa; aunque es un libro poco recomendable para gente desesperada (ciertos libros exigen además de un lector adecuado un momento adecuado). Pessoa sabe como pasar de la autocompasión lastimosa a la más extrema arrogancia existencial, como sabiéndose alienado de su tiempo y sociedad, destinado a una tarea superior. También me gusta Eielson. He leído mucho a los autores existencialistas como Sartre y Camus. Recomiendo las obras de teatro de Sartre y su famosa novela La náusea, y de Camus la lectura de El extranjero es imprescindible.
Disfruté mucho con La montaña mágica de Tomas Mann. Es un libro que todo lector sensible debería leer. Las obras del Marqués de Sade combinan existosamente erotismo, perversidad, blasfemia y filosofía. Es una mezcla explosiva y muy rara incluso para nuestros días. Entre los autores americanos y anglosajones me gustan Allan Poe, George Orwell, Graham Greene, John Steinbeck, William Golding, entre otros que ahora no recuerdo.
R.M. He notado que el narrador que usas en casi todo el libro es un tal “nosotros”, ¿a quién incluyes en éste nosotros?
G.C. Me alegra que lo hayas notado. De hecho es una clave fundamental del libro. La voz en primera persona en plural es un elemento más de la ambigüedad del libro. El nosotros puede ser en algunos casos (quizás en muchos) yo y mis otros yoes (en inglés suena mejor: me and myself), puede ser tú y yo, unos happy few, o una hermandad secreta de resistencia contra la tediosa vulgaridad del mundo. De hecho, el nosotros obliga ya a una división entre un supuesto «nosotros y ellos». El nosotros de alguna manera fuerza al lector a ser cómplice; es un artificio que secuestra al lector, algo que me gusta llamar «secuestro literario». Será testigo y cómplice aunque no quiera. El nosotros funciona muy bien en los textos donde se habla de la pareja, ya que con ello se pone en suspensión la idea de pareja como dos personas y la exclusividad que
ello conlleva. El nosotros es una voz constante que atraviesa el libro de comienzo a fin, que marca una mente o grupo de mentes que observan el mundo y que han tomado distancia, como resulta obvio en la lectura de los textos. Es la mirada de lo que Nietzsche llamaba el «pathos de la distancia», una mirada estética a distancia que está a salvo de ser engullido por las emociones de la acción. La lejanía permite muchas cosas, entre ellas sobrevivir a las tormentas de la razón (y a las irreparables grietas del corazón). SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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