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Dos comentarios literarios, sobre el libro de relatos "Humedad de las dos orillas", de Nastya Tanya Tynjala, y del primer libro de Mario Wong, "El testamento de la tormenta".

Por Miguel Rodríguez.


Dos comentarios literarios, amigos, sobre el libro de relatos Humedad de las dos orillas, de la escritora peruana Nastya Tanya Tynjala, afincada en Finlandia, y del primer libro de mi pata el gran Mario Wong, poeta piurano residente en París con aguacero desde el paleolítico superior, hasta el día de hoy, libro titulado El testamento de la tormenta. Mil gracias por la atención.






NASTIA TANYA TYNJÄLÄ
No es una escritora islandesa o finlandesa sino peruana, de talento probado en la llamada literatura erótica, aunque estoy seguro que la fineza y los excelentes recursos de su arte no se limitan a este terreno. Toda literatura es erótica; y si no logra esta cima, esa cúspide verbal, al menos podría tender a ella. Hablo, claro está, del goce que proviene de la lectura, del roce de palabras antípodas, de imágenes insospechadas, de enumeraciones que copulan, de metáforas desnudas –o del erotismo propiamente dicho. Un libro que no procura placer psíquico- físico es un libro frígido, asexuado; un lector que no goza puede, por lo menos hacer el esfuerzo; porque el libro ya hecho, entregado, es de algún modo pasivo y el lector activo en su percepción, visión y acto de amor con ese cuerpo poético. De todas maneras estas divagaciones no tienen sentido porque entre un libro y un lector, como entre un hombre y una mujer o viceversa, todo es cuestión de química, de olfato, de feeling. A usted le gusta Lezama Lima, a mí también. A mí me gusta Robert Musil, a usted no. Etc. La combinatoria es infinita; pero estoy convencido que Tanya gustará a determinados lectores, como dice Cortázar, «desde el vamos », su escritura, quiero decir. Cabe añadir la anécdota, el contexto fantasmagórico, la confrontación directa con los cuerpos del sueño, porque estamos en el resbaloso terreno de Eros, de pronto en el sentido griego, donde todos los esquemas (ideológicos, religiosos, económicos etc.) se rompen, se disuelven, desexisten, y sólo impera el dios del placer. Así, la marquesa se entrega al jardinero; el comunista conquista a la bella capitalista; la judía acepta al árabe lujurioso. Son las dos orillas que se resuelven, besándose, en el amor sensual que también puede admitir la burrada sentimental, la melomanía romanticoide, el pathos del Eros, la enfermedad del dios, la miopía judeocristiana del espíritu que mira con ojo moralista los desmanes del divino cuerpo. Pero todo se confunde. El que se flagela también goza. Así, doña Grimanesa, protagonista del primer relato, ama y es amada por un negro mágico que, como el genio de la lámpara, se transfigura en viril animal de carne azul a partir de una estatuilla hechizada. El bello libro de Tanya se titula, precisamente, Humedad de las dos orillas. Como pornófilo y erotómano confeso pienso, de inmediato, en las delicadas cortinas –las primeras –del sexo femenino; pero, viéndolo bien, son las dos orillas de los dos mundos: América y Europa, lo masculino y lo femenino, lo establecido y su trasgresión, la escritura sobria y el mensaje ebrio, la puesta en escena de lo real y los actores de lo imaginario.
Porque ¿qué hace esta tórrida escritora en Finlandia, donde el dios sol aparece seis meses solamente, y los otros seis son frío y noche? Pues bien, ya lo demostró: escribe diestramente utilizando con desparpajo adjetivos adecuados, pretéritos perfectos, subjuntivos, adverbios y toda la panoplia. El conjunto es coherente o, mejor dicho, armonioso. El verbo resbala y las anécdotas importan menos que ese verbo que resbala untado de licores íntimos, y que el lector
degusta, como se degusta el placer por excelencia que necesita la colisión de los cuerpos; o del fantasma de los cuerpos en la trasgresión del sueño y la fantasía creativa, esos elementos revolucionarios.
El título del segundo relato, así como su contenido que transcurre en una orgía de fusas y semifusas, de pentagramas y arpegios, es deliberadamente procaz: « El clave bien templado ». Clave de clavar, clavo, te clavo, me clavas, nos clavamos. En Cuba, « templar » quiere decir cachar (follar, singar, pichar, coger etc.). No en vano se utiliza un verbo de registro musical, pero con denotación vulgar, en esa isla de genios de la música cubana y del latin jazz.
Elisa, la bonita-sonsa, es violada por la Melodía que la penetra por todos los orificios receptivos de su cuerpo ávido. Nastia Tanya Tynjälä, con buenas artimañas narrativas, imprime un crescendo –como exaltando una sinfonía– y termina en una coda salaz pero deliciosa, la explosión redentora, el orgasmo, el goce absoluto, ese que procura el olvido de sí.
Una escritora francesa, Catherine Cusset, publicó hace unos años una novelatitulada simplemente Jouir. Entre otros significados –goce, gozar, disfrutar, obtener placer –jouir quiere decir llegar al orgasmo; pero mientras la corta novela de Madame Cusset es totalmente realista, los relatos de Tanya son onírico-fantásticos. Tienen el gran mérito de serlo y suscitar el sorprendido goce del lector. Un relato titulado en latín es como una apología de la espermatofagia exaltada a vampirismo sexual. Estatuillas, unicornios y yedras voluptuosas aparecen también como símbolos del Gran Eros: deseo del deseo y amor del amor, deseo del deseo del amor elevado a la milésima potencia, el cual, sin dificultad, puede conducirnos a la antropofagia, al deseo de comerse materialmente al otro o a la otra, para nutrirse de él o de ella y degustarlo golosamente hasta la muerte que, lúbrica, contorsionada como la carroña de Baudelaire, y exigente, nos espera.
Marsella, 24 de enero del 2002









EL TESTAMENTO DE LA TORMENTA
Mario Wong ha escrito una novela de fuerza peculiar, de compleja urdimbre, intelectualmente tormentosa como el título cuya gravedad remece, de apretada escritura cortante, El testamento de la tormenta, Huerga Fierro Editores, 1997,
Madrid, España.

Un cuadro de Giorgio De Chirico –composición del pintor César Escalante– impacta en la portada del libro. Vemos un busto que podría ser de Guillaume Apollinaire, busto grecorromano, sumido en la sombra, con lentes oscuros de detective o de mafioso. Se recortan perfiles y fósiles. Una coliflor de lava:
explosión, apocalipsis, apocatastasis. También un laberinto griego; este aspecto físico del libro lo prefigura, anuncia esos corredores y caminos ciegos donde el novelista perseguirá, obcecadamente, para matarlo, al minotauro; o mejor dicho al dragón.
Atreverse a escribir una novela en la segunda persona del singular donde el tú fantasmático parece esquivo, donde un yo oculto y al acecho como un francotirador se dirige a sí mismo, requiere, para que la historia sea verosímil, destreza sintáctica, destreza simplemente. El riesgo de confusión es constante –pero tal es el propósito–, verbos y pronombres patinan en un terreno resbaladizo, el hilo conductor de la novela parece desvariar, el tú cojitranco es súbitamente reemplazado por el yo clásico; la dificultad reside en perseguir los tú y los yo –pronombres cambiantes, pronombres tortuosos, pronombres serpentinos que reptan por los elegantes laberintos de la escritura– sin darles tregua y descubrirlos en el momento de su transformación.
A veces, la voz omnisciente del relato tradicional es abolida por el impacto del tú. Esto es una forma de violencia gramatical, de desafío sintáctico. Egolatría del yo, austeridad del tú. El yo se metamorfosea en tú, el tú en yo, ésto me suena familiar como el Je est un autre rimbaldiano. Guillotinazos. Parecería que el autor se ajusticia a sí mismo implacablemente. La ejecución de comunistas en Shangai, de rodillas, el torso desnudo, brutalmente enmascarados, atados a un poste, fusilados o pasados a garrote, los cuerpos decapitados después de inimaginables tormentos físicos durante la insurrección de los Boxers.
Me atrevo a sugerir que la novela rebaña en un líquido espeso de mórbida fascinación por el tormento de los cuerpos, del cuerpo; del cuerpo como bulto anómalo, absurdo, que escapa provisoriamente de la nada, nace, crece, ama o no, goza o no, sufre con certeza y luego muere, muerte que lo redime de su absurdidad. Pero insisto, la corriente de conciencia del escritor despista de manera deliberada al lector, el tú es yo y no lo es, el tú es un personaje, el
personaje epicéntrico en torno al cual, concéntricamente, como ondas sísmicas, giran los muchos círculos del infierno descrito –pesadillas, desastres emocionales, coches bomba de la psiquis, explosiones interiores, desconcertantes interpolaciones espacio-temporales, las cloacas del ser, el propio cuerpo supliciado por el alcohol, los delirios apocalípticos del loco Ubaldo salpimentados de astrología. Y, por acción de un verdugo misterioso, invisible, se decapita un capítulo y surge otro con cabeza nueva, brillante,
sanguinolenta, embadurnada de placenta como el cráneo de un recién nacido.
No se avizora paraíso alguno en El testamento de la tormenta, al contrario, es una teoría poética de la putrefacción. A Wong le place referirse a ésta con expresiones recurrentes, pudriéndose, putrefacto, caos, destrucción, laberinto de sombras, flor de muerte, fuerzas oscuras. Suscintamente se evoca el paraíso perdido de la infancia en Piura, algodonales, peces plateados, carrizales,chicha bajo una arboleda y algarrobos sedientos (ésto me hizo pensar en el poeta Roger Santiváñez, piurano también), guayabas, tamarindos, mangos y frutas doradas.
La novela describe el infierno personal del escritor –trascendido por su narrativa poética, catarsis verbal que aspira a la liberación del supliciado– en la difícil década de los 80, años de convulsión política y exacerbada violencia en el Perú.
Reitero: hay ondas sísmicas de la escritura y círculos no sólo infernales sino también acuáticos, ondas en torno a la piedra arrojada al agua, ondas ora elásticas, ora asfixiantes. Se despliega un laberinto referencial, una proliferación de personajes, una geografía noctámbula de Lima, el Wony, el jirón Quilca, el Negro Negro, e incluso precisiones distritales, la Victoria, Maranga, Lince. Y la palabra desolación es un leit-motiv.
Hay también un despliegue de intelecto aguzado que se codea con la poesía (« árboles de ceniza y ladrillos de fuego ») y la crudeza del lenguaje coloquial.
Discurren en la novela torrentes de alcohol, arrastrando vísceras y estalactitas. Hay una especie de campo léxico de la destrucción, el ojo arrancado y sanguinolento de una tormenta constante, destrucción y destrucción; pero esta tormenta es también de índole lírica y aspira a la redención del cuerpo crístico, del cuerpo martirizado, flagelado, clavado, del yo supliciado que suele suplantar el tú; ese campo léxico de la destrucción –subsuelo, droga, trago, lucifer, coche bomba, sendero luminoso, tortura, abismo, caos, soledad, locura y muerte–muestra, como un buey recién despellejado que cuelga de un gancho (Rembrandt), el cuerpo semántico del escritor acribillado por signos traumáticos.
Sólo la escritura, la operación catárquica por excelencia, le permitirá vislumbrar la salvación. La literatura o ejercicio poético es el acto final, definitivo, cuya justificación reside en sí misma. Una luz opaca y brillante, la luz de una luna negra donde el supliciado contempla con cierto desdén su propio cuerpo. Porque el escritor ha llevado a término el combate más feroz, ese que ninguna revolución que no sea del Ser, redime, el combate contra sí mismo.
Marsella, 30 de abril del 2002
SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.