20220115

En el Diario de Chimbote - Miguel Rodríguez.




Por Miguel Rodríguez.



A priori.

Para decirles, amigos, que desde diciembre del año que se fue como Periquito, es decir poquito a poquito, empecé a colaborar con el emblemático Diario de Chimbote, fundado por don Wili Peláez Gularte de nuestra ciudad puerto el 6 de octubre de 1986. Como era un proyecto e intención que venían postergándose desde hace veinte años, que no son nada y febril la mirada, por fin se concretiza gracias al nuevo director, Wili Peláez Olórtegui, que reemplaza a su hermano Javier, nuestro recordado Tito. En este corto y relativo lapsoque siento como fuera del tiempo, escribí, entres otros mamotretos, dos libros de artículos, comentarios, crónicas, ensayos, reseñas, prólogos y literatura de diverso pelaje, que fueron parcialmente publicados en Ciberayllu.org, no había otra manera, es que no eran páginas, eran sábanas y hasta frazadas repletas de palabras. El resto es material inédito, conservado en cajas de cartón y llaves mágicas, que ya comenzó a respirar el aire del puerto. Vamos bien y estoy más que seguro de que vamos viento en popa. Paralelamente, pero no simultáneamente, voy publicando por este canal algunos de los acontecimientos relatados en esos dos libros concebidos gracias a la idea inicial de sacarlos a la luz en el Diario, y que espero publicar en conjunto y de manera tangible algún día. Mil gracielas por el interés y por la sintonía. Prosperidad en todo sentido y doble salud este 2022, amigos. He aquí este botoncito inspirado por un libro de Michel Houellebecq.
 
 
 
 
PLATAFORMA
 
 
 
      Después de un fallido intento por leer La reprise de cuerpo entero, abandoné vencido por el rompecabezas. Por allí dejé los pedazos de éste, sobre la mesa de mármol bella y pulcra de la escritura, en la página cien, exhausto. Para seguir en la onda del dernier cri en la literatura francesa contemporánea, empecé anteayer a leer al célebre Michel Houellebecq, al menos para enterarme de su trabajo. Este autor que abomina de él mismo y de toda la humanidad, en especial de sus compatriotas y de la civilización occidental, puede inscribirse, como el propio Robbe-Grillet, en la línea de un ancestro que tienen en común: el divino Marqués D. A. F. de Sade.

      Michel Houellebecq nació en la isla de La Reunión (1958), territorio francés de ultramar que también vio nacer al poeta parnasiano Charles Marie Leconte, traductor de Homero, más conocido como Leconte de Lisle. Esta isla situada en el Océano Índico, es rica en paisajes, montañas, café, tabaco, vainilla, muchachas morenas, comidas a base de pescado y ron (pensamos en el rhum de la Charrette); pero el áspero Houellebecq dice estas cosas: « No hay que temerle a la felicidad: no existe. » Su primera novela, Extensión del ámbito de la lucha,  fue publicada en 1994; pero la que lo consagró internacionalmente, puesto que fue traducida a 25 idiomas, fue la segunda, Las partículas elementales (1998). Este año fue finalista del prestigioso premio Goncourt con su última producción: la novela Plataforma, que estoy leyendo y que me ha inspirado esta nota.
      
      Fiel a su clasicismo, la Academia Goncourt otorgó el premio a un escritor de estirpe muy distinta, y cuyo nombre no recuerdo, por una novela titulada Rouge Brésil (Rojo Brasil), que cuenta las peripecias de unos pioneros franceses en el Brasil del siglo antepasado. El premio Médicis se lo dieron a una novela titulada Voyage en France (Viaje en Francia), obras que, tal vez, lea posteriormente –aunque lo más probable es que no las lea. Acabo de darme cuenta que, aunque no le hayan otorgado el premio, Houllebecq quedará para la posteridad por la excelencia de su arte. Estos libros se venden, demás está decirlo, como pan caliente. Es que en Francia se consume literatura de excelente, buena, mediana y mala calidad (ésto es relativo y depende del gusto de cada quien) como pan, queso o vino: en cantidades industriales.
      

      Para sorpresa mía, encontré el libro de Houllebecq en los escaparates de un supermercado. Al leer el primer párrafo sentí como un bofetón. La verdad, compré el libro de Houellebecq porque hablaba en ese primer párrafo de la muerte de su padre. Después, nos enteramos que dicho deceso le importa un bledo al extraño narrador, que no tiene la menor trascendencia, ni siquiera una implicación notable en su vida, y que a decir verdad carece de la menor importancia, aparte del aspecto financiero, pues cobra varios millones de francos, platal que recibe con cierta indiferencia. Traduzco: « Mi padre murió hace un año. No creo en esa teoría según la cual nos convertimos en adultos de verdad con la muerte de los padres. Nunca llegaremos, de verdad, a ser adultos. » A la línea siguiente, segundo bofetón, aunque debo aclarar que no se trataba de una lectura objetiva, esta vez con mano abierta: « Frente al ataúd del vejete, me invadieron pensamientos muy feos. El viejo pendejo había aprovechado muy bien de la vida, se las había arreglado muy, muy bien. « Tuviste hijos, huevón –pensé con cierto ímpetu–, metiste tu pija enorme en el coño de mi madre. » Es cierto que estaba un poco nervioso. No todos los días hay un muerto en la familia. No quise ver su cadáver. Ahora prefiero evitarlo. Por esta razón nunca compré un animal doméstico. » ¿Cómo puede decir esas cosas tan horribles tratándose de su progenitor? ¿O será una radiografía de la crisis de la familia y el exacerbado individualismo en esta nuestra Quinta República y de los llamados « primeros mundos »? Houellebecq es un escritorazo que no se anda con medias tintas. Ya sea conmociona, ya sea repugna, ya sea fascina, no hay terreno neutral, local o visitante, goleada en cualquier sitio. Es, además, un escritor moderno que habla de todo lo moderno, es decir de cosas aburridas como la economía de mercado y las marcas de televisión. Pero la escritura es como elástica, agridulce y cargada de violencia. Estos procedimientos le dan fuerza dinámica; y la mezcla de complejidad y simplicidad, belleza. Este es el motivo de la presente reflexión: no importa lo que se dice sino cómo se dice, es decir, con qué palabras y en el corsé de qué armazón estilística –no necesariamente sintáctica o gramatical. Es la vieja dicotomía entre el fondo y la forma, el contenido y el estilo. Para los estilistas, prevalece la forma; para los novelistas y narradores de cepa, la historia contada. Ambos elementos son válidos y, al menos teóricamente, pueden ser complementarios, como en las novelas de Vargas Llosa cuya perfección es tan prodigiosa que parece inhumana. No divina –con la idea que cada quien tenga, o no, de esta noción–, por si acaso, sino exageradamente perfecta y con una hegemonía del intelecto. Houellebecq utiliza mucho el recurso del relleno y de los tiempos muertos pero los compensa o atenúa con fuertes condimentos en los episodos eróticos, tal es su técnica y hay que admitir que le sale magistralmente. Jean Genet, uno de mis autores fetiches, es capaz de cautivar utilizando todos los recursos de la lengua francesa más académica –como el divino Marqués–, por ejemplo, en la descripción poética de una flatulencia. O de cómo lo sodomizan. O de cómo roba en un supermercado. Y cada palabra es una joya o pieza estrictamente necesaria en la frase, el párrafo, el capítulo, otorgándole a la masa narrativa un efecto estético integral, lo que por momentos también es el caso del gran Houellebecq. Pero el narrador de Plateforme dice cosas horribles que producen placer estético e incluso cierta fascinación. Pareciera que fuese deliberadamente provocador, para meter el dedo en la llaga. El personaje protagonista está en Tailandia, donde ha ido para darse un buen baño de sexo, mirando el gran cementerio de los aliados en la Segunda Gran Guerra: « Aquí yacen un montón de imbéciles que murieron por la democracia », masculla. Luego lo vemos frente al llamado « ferrocarril de la muerte », en cuya construcción participaron 60 mil prisioneros de guerra (de los japoneses), ingleses, neozelandeses, australianos, norteamericanos y forzados asiáticos. El objetivo de los nipones era unir Singapur y Birmania, llegar hasta la India e invadirla. El ferrocarril de la muerte sigue una trayectoria casi paralela al río Kwai. El narrador roquentinesco de Plateforme mira y reflexiona sobre ésto cínica, divertidamente, y constata que 20 mil prisioneros, es decir 20 mil imbéciles, dejaron el pellejo en tal empresa. Y cuando se imagina la explosión del puente sobre el río Kwai, se ríe. En verdad, tiene apuro por regresar al confortable hotel climatizado de Bangok y ser tratado cariñosamente por una joven prostituta experta en el famoso masaje tailandés, que se ejecuta con masaje triple de manos, senos, pies, y culmina con musculosas contracciones vaginales que electrocutan al dichoso paciente. El sexo y la muerte, la muerte y el sexo, una especialidad japonesa, son utilizados por el novelista con admirable destreza, qué digo, simplemente desplegando su genio sin el menor esfuerzo. Con estos tópicos modernos y eternos construye una epifanía grisásea que vomita sobre el mundo moderno y la sociedad desarrollada de la que procede, como profanar a padre y madre. Porque el abúlico, procaz, cínico narrador pertenece a la estirpe –ya lo señalamos– del horrible Roquentin de La nausée y un poco al protagonista de L’Etranger, de Sartre y Camus respectivamente, e incluso a la de un tío abuelo sudamericano: el narrador de algunas obras del maestro Onetti: El PozoEl AstilleroLa vida breve. Hasta sus aventuras sexuales, abundantes y expuestas en detalle, muy de cerca, en vivo y en directo, con la precisión de una película porno, parecen envueltas con una materia coloidal de indiferencia, pero no lo son. Cuidado. Es una artimaña de novelista diestro, consciente de su arte. Una tal Oôn en Bangok, la número 7 en el Health Club; el episodio lésbico entre Valérie y Bérénice; la chica número 47, llamada Sin; su apología del turismo sexual etc. Por fin, el encuentro con Valérie en París. Digo ¡Por fin! en tono exclamativo, porque el lector ha sido sabiamente preparado para el mismo, que intuye muy importante, y que, en efecto, será determinante en la novela. Sigue el encuentro con el artista excéntrico Bertrand Bredane, especialista en porquerías y aficionado al sadomasoquismo, en un club exclusivo de París, donde abundan este tipo de locales. El repugnante Bertrand, después de una escena fuerte de tortura con látigo, excrementos y humillación, dice con filosófico tonito despreciativo: « Pero precisamente, es la parte asquerosa del ser humano que me interesa. » La orgía de dos con dos (un tal Jerôme, Valérie, Nicole y Michel, el desencantado narrador) es la mejor expuesta y descrita, dos o tres páginas de pornoerotismo de super calidad. En Cuba, una trilogía con la camarera del hotel. De nuevo en Francia, escena tórrida delante de una bella cuarentona (« de hermosas tetas siliconeadas »), y después con la susodicha y con Valérie –perfecta amante de doble filo– en un baño de vapor. Mientras o después de las mencionadas peripecias corporales, Michel constata que del mejor período de su vida amorosa con Valérie « conservaré paradójicamente tan pocos recuerdos. » Y, una vez más « en resumidas cuentas, el hombre no está hecho para la felicidad. El hombre necesita transformarse –transformarse físicamente. ¿Con quién comparar a Dios? En primer lugar y sin la menor duda, con el coño de las mujeres; pero también, por qué no, con los efluvios de un baño de vapor. » La palabra árabe utilizada en el orginal es hammam. Aparte del baño de vapor, ciertos establecimientos incluyen en el programa un enérgico masaje hecho por un hombre, masaje que medio tritura, disloca o descoyunta al paciente, pero efectuados de manera sabia y agradable. En cuanto al énfasis en el adverbio « físicamente », creo que puede, también, entenderse como eróticamente. Por último, movido por una extraña e indefinida razón, Michel piensa regresar a Tailandia, donde quisiera morir. « Los tailandeses, contrariamente a otros pueblos asiáticos, no creen en fantasmas y poco les interesa el destino de los cadáveres; la mayoría van directamente a la fosa común. Conmigo será lo mismo, puesto que no dejaré instrucciones precisas. Se redactará el acta de defunción, una línea más en los archivos del Estado Civil, muy lejos, allá en Francia. Algunos vendedores ambulantes que me conocían del barrio se alzarán de hombros. Mi apartamento será alquilado a un nuevo inquilino. Me olvidarán. Me olvidarán muy rápido. » El que quiera o pueda entender, que entienda como un mensaje profético esta agonía de la humanidad en los países tecnológicamente desarrollados. (Marsella, 3 enero del 2002). SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.