Por Karina Miñano Peña.
El camino de regreso fue muchísimo más tedioso que la última vez, claro, aquel día no iba solo, su madre lo acompañaba y le ayudaba. Desde hace una semana ella ya no quiere salir, ni siquiera para ir a la tienda de la esquina. Prefiere quedarse en casa y dejar que él haga las compras, administre los pagos y solucione cualquier problema relacionado con la casa.
Juan arrastraba su peso, el de su compra y el su responsabilidad. La lista que su mamá le dio incluía varios paquetes de cinco kilos de diferentes comestibles, algunas botellas de litro y verduras. No pudo cargar todos los bultos, por lo que tuvo que usar un casillero del supermercado y guardar allí parte del mandado que recogería después. El calor hacía su carga más pesada. Decidió descansar por unos minutos en el parque cerca de su casa. Con las manos entumecidas levantó su camiseta para limpiarse el sudor de la cara. Las estiró y las cerró en un puño varias veces, luego extendió los brazos hacia arriba haciendo que su camiseta revelara su prominente barriga. Se sentó en la banca donde había colocado sus seis bolsas. Calculó que sería el mediodía ya que el sol le quemaba la parte calva de su cabeza y las sombras eran pequeñas. Desde que comenzó la pandemia limitaba sus salidas a cosas puntuales como las compras. Su progenitora lo acompañaba y cuidaba de que no se demorasen.
Era la primera vez, en varias semanas, que salía solo, sin ella. Observó a su alrededor, no había gente en el parque. A lo lejos, un hombre mayor cruzaba la avenida cargando dos paquetes del supermercado del barrio. A Juan le hubiera gustado conversar con él o con cualquiera. Hacía tiempo que no hablaba con nadie cara a cara. Los pocos amigos que tenía dejaron de invitarlo a sus fiestas en línea. Nunca podía asistir. Pasaba su tiempo libre escuchando a su madre, viendo la tele con su madre, comiendo con su madre y reparando, a petición de su madre, innumerables huecos en las paredes gastadas de su casa. Respiró hondo y volvió a observar su entorno. Se dio cuenta de que nunca se había sentado en una banca de ese parque, tampoco cuando era niño. Hasta hace un par de meses lo cruzaba a toda prisa por las mañanas para salir a la calle principal y tomar el autobús hacia su trabajo, y casi siempre lo cruzaba de noche cuando regresaba. Se percató de que la hierba estaba bien cuidada, incluso había algunas flores. No había papeles, ni latas de bebidas tiradas por la calle. Miró al cielo y lo vio despejado. No quería regresar. De pronto recordó a su padre. Lo extrañaba mucho. Desde que murió él se había convertido en el único soporte de su madre y otra vez tuvo pena de ella. Había sido una mujer fuerte, trabajadora, que se enfrentaba a los problemas sin miedos. Cuando su padre murió, descubrió a una mujer débil y necesitada de protección. Juan siempre quiso tener hermanos. De niño tuvo muchos juguetes, pero ninguno corría ni hablaba. Su madre nunca le dejó jugar en la calle con los chicos del barrio por miedo a que contrajera gérmenes. Le decía que su amor era solo para él y que debía estar contento porque no lo compartía con nadie.
Resignado con su suerte se levantó de la banca, cogió sus seis bolsas y emprendió el camino de regreso. A pocos metros vio a su mamá en el portal, le pareció raro pues ya casi no salía. “¿Qué habrá pasado?”, se preguntó. Pudo notar que ella tenía los ojos rojos, las manos apretadas y los hombros levantados. Se preocupó al verla así, pero mantuvo la calma. Al llegar, la mujer soltó el aire que contenía en un suspiro de alivio. Le dijo que estaba preocupada, que nunca se había tardado tanto en volver. Juan hizo una mueca con la boca debajo de su mascarilla, no le respondió.
Su madre le ayudó a subir los paquetes y antes de dejarlo entrar le dijo que debía desinfectar todo, incluso a él. Junto a la puerta de su casa había un balde con alcohol y paños limpiadores. Se tapó la cara con los brazos cuando ella pulverizó su cuerpo con el alcohol. Entonces su mamá entró primero con la compra y le pidió a Juan que se quedara en la entrada, se quitara la ropa y que la pusiera en la batea. Le tenía preparada una bata para que se envolviera. Juan recordó que debía retornar al supermercado por el resto de las provisiones, por lo menos, otras dos veces. Le respondió que mejor daba media vuelta y que se bañaba después. Ella no aceptó, se puso nerviosa, los ojos se le llenaron de lágrimas una vez más. Le exigió con voz entrecortada que se duchara de inmediato. Le hablaba con la mascarilla y los guantes de látex todavía puestos. Y de nuevo, le dijo que lo amaba, que no soportaría perderlo a él también si se enfermaba. Juan tomó aire y con paciencia se sacó la camiseta, los pantalones, los zapatos, las medias, se envolvió en el batín y se quitó la ropa interior ante la mirada de su madre. Luego se puso las sandalias y se fue a duchar. Debía lavar la mascarilla en la ducha para que ella no protestara; como además tenía calor entró de buena gana bajo el chorro de agua. Se bañaría dos veces más ese día, así que se apuró. DEBAJO DE LA PLUMA. CíRCULO D.M.
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