20201022

Naranja invisible - Karina Miñano Peña




Por Karina Miñano Peña.

Su chaleco lo hace invisible. Ya está acostumbrado, pero parece no importarle. Anda despacio por esta vida y recoge, con una paciencia infinita, lo que otros al piso tiran, adrede o por descuido. Cada mañana hace el mismo recorrido. Eso sí, camina lento, muy lento y cuando viste de naranja, nadie lo ve. 

Mas hoy es diferente, yo puedo verlo. Desde mi alto refugio miro a la gente que pasa cerca de él sin notarlo. O tal vez miran a través de él. Ese hombre, invisible para los demás, arrastra mucho y lo que acarrea, le pesa. Le pesa la barba, la barriga prominente, el sudor de la frente, los brazos caídos, la apatía, los hijos que no ve, la mujer que murió, los ojos aguados, los oídos sordos,…; le abruma su existencia. Si no fuera por esa calma extrema para hacer su trabajo tampoco yo lo hubiera advertido. 

De pronto, se detiene frente a mi ventana. Se quita las gafas, se frota los ojos, se saca la gorra, se toca la calva. «¿Por qué no le puedo quitar los ojos de encima?», me pregunto. Vuelve a su rutina, a recoger basura con la pinza para meterla en su bolsa negra. Luego cruza la calle con una mansedumbre irritante y cuando está a medio camino, decide regresar sobre sus pasos. «Tal vez, quiera sentarse un rato en esa escultura gigantesca llena de escaleras blancas a modo de banca de parque», pienso. Lo veo encorvarse y con dificultad estira la mano intentando alcanzar el primer escalón. Una mujer, con los ojos pegados al teléfono móvil, pasa muy cerca de él. No lo ve. El muchacho de la bicicleta tampoco lo ve. Entonces, la pinza y la bolsa negra con el trabajo de la mañana caen apuradas de su mano. El hombre con la almilla naranja se ha encorvado aún más y de un golpe seco sus rodillas se derrumban al suelo. En mi corazón, todavía atronan los huesos chocando con fuerza el pavimento.

Me preocupo y quiero bajar a ayudarle, pero también quiero ver si deja de ser invisible. Otra mujer, ansiosa por atravesar la calle, pasa por su lado con sus hijos saltando detrás de ella. La niña parece notarlo, pero en realidad mira al cuervo negro que está a un pocos centímetros del hombre arrodillado. Un anciano, tan lento y tan pálido, con la mirada en el piso, cruza la calle. Un paso luego otro, y otro, y otro, y no ve al hombre en la acera. Decido bajar cuando un muchacho se le acerca. Doy las gracias en silencio. Se agacha, levanta el teléfono tirado al lado del hombre de chaquetilla naranja, lo examina, lo guarda en su bolsillo y se aleja sin mirarlo. 

El hombre arrodillado entonces se lleva la mano al pecho, abre la boca, sus gafas se hacen camino al piso. Me precipito al ascensor, y cuando este se detiene hay dos personas dentro de él, ninguna me mira. No puedo entrar, hay un límite últimamente. Me apuro hacia las escaleras con el tic tac en mis oídos. Al llegar a la planta baja dos personas apuradas salen del ascensor. Caminamos juntos hasta la puerta principal, no nos conocemos, y tomamos caminos separados sin vernos. Ellos se dicen adiós. Tal vez yo también soy invisible y por eso puedo notar al hombre que yace en el suelo. Corro hacia él y lo primero que hago es quitarle el chaleco naranja, y entonces la ayuda empieza a llegar. DEBAJO DE LA PLUMA. CíRCULO D.M.