Por Karina Miñano Peña.
Sus ojos opacos se humedecieron. No, no era tristeza, sino el esfuerzo para sostener la mirada. Hacía bastante tiempo que no lloraba, que no reía, que no sentía. Logró reconocerse y con dificultad confirmar que ya no era la misma. Esa noche los recuerdos la inundaron y se dio cuenta de que necesitaba volver a percibir, oler, palpar, comer. Sentir que todavía vivía. Parada frente al espejo veía su reflejo de cuerpo entero. Se acordó de lo mucho que le gustaba vestir con elegancia y que coqueta peinaba su cabello para salir al encuentro de su novio, luego su marido.
De repente una ráfaga interrumpió sus recuerdos y se vio obligada a regresar a la imagen frente a ella. El piso estaba helado, ella descalza, desnuda. El frío no inmutaba su piel. Observó su cuerpo con paciencia. Lo que quedaba de su dedo gordo del pie derecho había dejado su lugar a un abombado juanete. Luego miró sus rodillas, tan huesudas, tan pronunciadas, tan arrugadas. Sus piernas parecían dos brazos. Recordó que su hermana le advirtió que perdía su belleza. ¿A dónde se fueron todos esos kilos? Volvió a sus ojos, en ellos vio a su marido. Él amaba sus piernas, nunca se lo dijo pero era obvio, siempre las acariciaba, las besaba, las lamía, las olía. Un incipiente halo de tristeza parecía aflorar en su corazón. Bajó la vista a su vello púbico, casi imperceptible. Su vientre apergaminado por los embarazos. “¿Dónde están mis hijos?”, se preguntó. Sus pechos colgaban derrotados y sin ritmo. Se los tocó con manos atrevidas que mostraban los diminutos detalles de sus huesos. Las uñas quebradas. Por fin pudo sentir el tacto de las yemas de sus dedos. Acarició sus clavículas, no se había dado cuenta de lo prominentes que estaban. Admitió que no prestó atención a las señales, como aquella vez, cuando se puso la falda y esta cayó de inmediato a sus pies. Subió al cuello, luego a su cara para comprobar que solo era pómulos y mandíbula. Se miró a los ojos de nuevo. Y finalmente sintió. Todo al mismo tiempo. Sintió ahogo, sintió llanto, sintió gritos estacionados en su garganta pugnando por escapar. La presión en el pecho, las arcadas en el abdomen. Se pasó la mano por el cabello, el poco que tenía. ¿En qué momento todo cambió? Se abrazó a su vientre. Tampoco recordaba los espasmos del orgasmo. Furiosas lágrimas se acumularon en las hendiduras de sus mejillas. Con dificultad abrió la boca pero no hubo sonido. Cayó al piso y se hizo un ovillo.
Un ruido al otro lado del espejo la hizo mirar hacia arriba. En el reflejo había una mujer de ojos vivaces que la observaba. Sintió vergüenza. Se cubrió los senos con los brazos y apretó las piernas. Podía sentir el escrutinio de esa mujer. Asustada y sonrojada levantó otra vez la cabeza. El rostro le era familiar. No recordaba dónde, ni cuándo, pero sabía que la conocía. Y entonces, como si despertara de un sueño profundo sintió amor en esa mirada. Puro, enorme y salvador.
¡Levántate!, escuchó decir con firmeza a la mujer del espejo. Esa voz también le era conocida, sin pensarlo impulsó su cuerpo diáfano hasta quedar a la altura de sus ojos. Y la reconoció. El ahogo que sentía explotó en un chillido agudo y desgarrador. Quiso atravesar el espejo, cogerla de las manos, rogar por ayuda. “No quiero terminar así”, escupió. Se abrazó al reflejo mientras su corazón calmaba los latidos y su respiración se hacía lenta. Recuperó el aliento y las fuerzas para mirarse una vez más. La mujer se alejaba satisfecha.
Y ella, al fin, sonrió con los ojos, se incorporó, expulsó el aire y se dijo: Ya sé lo que tengo que hacer. DEBAJO DE LA PLUMA. CíRCULO D.M.
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