Cuento de Luis Barros.
Por esta Frauengasse tiene que haber pasado Kaspar Hauser alguna vez, pensé y se tiene que haber sentido igualito que yo. Me lo imaginé chiquito, contrahecho, extraviado en un mundo que no era el suyo, hablando un idioma que solo él entendía y con un miedo en el alma de proporciones bíblicas. Hay como una hermandad entre las almas perdidas, ¿no? Toqué las paredes de la Nassauerhaus y me imaginé las manos de Kaspar apoyadas sobre aquellos mismos ladrillos. Y me figuré también el sudor frío que habría sentido en la nuca. Yo, sudor frío no sentía, la verdad. Lo que sentía era sudor nomás porque hacía un calor de la gran siete. Pero sí un susto parecido. Iba a ponerme a cantar milongas camperas en aquella ciudad de Baviera con sus bebedores de cerveza de pantalón corto y pluma en el sombrero y muchachas con delantales de lino y gargantilla con camafeo. ¿Qué cara me iban a poner?
Saqué la guitarra y empecé: No me pregunten quién soy, ni si me habían conocido, los sueños que había querido, crecerán aunque no estoy... De pronto vi que Kaspar Hauser se me acercaba y que empezaba a rebuscar algo en los bolsillos de su chaleco. Sacó una moneda de diez peniques, le pegó un mordisco y la dejó caer en el sombrero que yo había puesto en el suelo. ...Ya no vivo pero voy en lo que andaba soñando y otros que siguen peleando harán nacer otras rosas... Se quedó paradito mirándome y me escuchaba como si comprendiera algo. Nos estábamos comunicando. Sus ojos azules se me metieron dentro del cuerpo y sé que a través mío vio penillanuras, cuchillas, ceibos, un cielo azul que viajaba, un pintor de nubes y un río camino con sabor a mieles ruanas. ...En el nombre de esas cosas todos me estarán nombrando...
Kaspar se puso de pronto a entonar una canción en un idioma que quería parecerse al alemán y yo me callé. Seguí tocando la guitarra. Se veía que el muchacho tenía buen oído porque encajó la melodía perfectamente en el tono de la menor en el que yo venía arpegiando. Creo que le escuché decir... quiero ser como mi padre, quiero ser un caballero... Después empezó a divagar y a irse por las ramas de los árboles de Nuremberg o al menos así me lo parecía y luego de algunas estrofas volvía a aquello que yo sí de verdad le entendía ...quiero ser como mi padre, quiero ser un caballero... La gente empezó a arrimarse a ver aquel espectáculo inusual de un jorobado de levita azul, sombrero de copa y corbata de lazo cantando a todo pulmón acompañado por un barbudo calzado con ojotas que entre acorde y acorde sorbía agua caliente de una calabaza de la que salía una cánula de metal. Me entré a asustar porque nunca había actuado para tanto público reunido. Por suerte poco después llegó el momento culminante. Kaspar hizo un alto, elevó los brazos al cielo y bajó la voz. Después la fue subiendo despaciiiito, despaciiiito. Yo, inspirado por aquel crescendo, me afirmé en el brazo de la guitarra y arpegié un mi mayor séptimo. Y entonces Kaspar terminó con un ...quiero ser un caballeeeeeerooooooo... que resonó en las nubes y provocó el aplauso de la multitud. Las monedas empezaron a llover y me dije para mis adentros mamita linda me hice millonario. Aquello era un aguacero de níquel y de plata. Kaspar se me acercó y me dio un abrazo. Yo le metí un puñado de monedas en el bolsillo del chaleco pero él las volvió a sacar y las depositó en mi sombrero. Me dijo algo a manera de despedida que no entendí. Se quitó el sombrero de copa, me hizo una reverencia y siguió su camino. Recién ahí vi el cartel que llevaba colgado a la espalda. Decía Droguería Kaspar Hauser, Krugstraße 17, abierta las veinticuatro horas del día. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
Saqué la guitarra y empecé: No me pregunten quién soy, ni si me habían conocido, los sueños que había querido, crecerán aunque no estoy... De pronto vi que Kaspar Hauser se me acercaba y que empezaba a rebuscar algo en los bolsillos de su chaleco. Sacó una moneda de diez peniques, le pegó un mordisco y la dejó caer en el sombrero que yo había puesto en el suelo. ...Ya no vivo pero voy en lo que andaba soñando y otros que siguen peleando harán nacer otras rosas... Se quedó paradito mirándome y me escuchaba como si comprendiera algo. Nos estábamos comunicando. Sus ojos azules se me metieron dentro del cuerpo y sé que a través mío vio penillanuras, cuchillas, ceibos, un cielo azul que viajaba, un pintor de nubes y un río camino con sabor a mieles ruanas. ...En el nombre de esas cosas todos me estarán nombrando...
Kaspar se puso de pronto a entonar una canción en un idioma que quería parecerse al alemán y yo me callé. Seguí tocando la guitarra. Se veía que el muchacho tenía buen oído porque encajó la melodía perfectamente en el tono de la menor en el que yo venía arpegiando. Creo que le escuché decir... quiero ser como mi padre, quiero ser un caballero... Después empezó a divagar y a irse por las ramas de los árboles de Nuremberg o al menos así me lo parecía y luego de algunas estrofas volvía a aquello que yo sí de verdad le entendía ...quiero ser como mi padre, quiero ser un caballero... La gente empezó a arrimarse a ver aquel espectáculo inusual de un jorobado de levita azul, sombrero de copa y corbata de lazo cantando a todo pulmón acompañado por un barbudo calzado con ojotas que entre acorde y acorde sorbía agua caliente de una calabaza de la que salía una cánula de metal. Me entré a asustar porque nunca había actuado para tanto público reunido. Por suerte poco después llegó el momento culminante. Kaspar hizo un alto, elevó los brazos al cielo y bajó la voz. Después la fue subiendo despaciiiito, despaciiiito. Yo, inspirado por aquel crescendo, me afirmé en el brazo de la guitarra y arpegié un mi mayor séptimo. Y entonces Kaspar terminó con un ...quiero ser un caballeeeeeerooooooo... que resonó en las nubes y provocó el aplauso de la multitud. Las monedas empezaron a llover y me dije para mis adentros mamita linda me hice millonario. Aquello era un aguacero de níquel y de plata. Kaspar se me acercó y me dio un abrazo. Yo le metí un puñado de monedas en el bolsillo del chaleco pero él las volvió a sacar y las depositó en mi sombrero. Me dijo algo a manera de despedida que no entendí. Se quitó el sombrero de copa, me hizo una reverencia y siguió su camino. Recién ahí vi el cartel que llevaba colgado a la espalda. Decía Droguería Kaspar Hauser, Krugstraße 17, abierta las veinticuatro horas del día. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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