A la hora sacra del almuerzo, como para quebrar la
incertidumbre de este clima tan raro, ¡primer rosé del año! Un biftec, una
ensalada, un trozo de pan, y ya. Increíblemente, hace frío en primavera por
este lado del charco, sur de Francia, departamento Costas del Ródano, sábanas
deshilachadas y edredones de tela gris flotan en los cielos, avanza el bus
entre Lambesc y Aix-en-Provence, viento del este o del oeste, chompa y casaca,
algunos paisanos terrícolas exhiben chalinas, y otros, exagerados, guantes.
Aquí, en mi ranchito de Saint-Eutrope, un año después de
mi mudanza, sigo hurgando en el papelerío de mi prehistoria literaria, sigo
archivando documentos, sigo reescribiendo algunos que tienen gracia, los malos
y los regularones se los dejo a mis biógrafos– en caso de que los tenga, digo.
Aquí hay un manuscrito pretérito de la era pre ordenador, de la era pre
internet que, como tributo a mi primera juventud y a mis primeros intentos
–manotazos en las aguas entonces desconocidas de las bellas letras, y antes de
que el viento las despegue de las páginas y las mande al Gran Viento– comparto
con ustedes, amigos. Digo gran trabajo por el esfuerzo que su confección
implicó, nada más. Al final de cuentas, retazos privilegiados de nuestras vidas,
convocados por la memoria, vuelven, una y otra vez, al pasado, en la vida
llamada real, y sobre todo en el continente de las letras, como si nuestra
sustancia fuera el pasado ¿Cómo no va a serlo si hasta el día de ayer, hasta la
hora que pasó, hasta este instante que está pasando, lo es? ¡Toneladas y
toneladas líquidas de las aguas del río de la vida han pasado, tumultuosas, desde
entonces bajo los puentes! ¿Puentes? ¿Qué puentes? ¡Puentes sobre el río Santa!
¡Puentes sobre el Mantaro! ¡Puentes sobre el Ucayali! Abajo, fascinantes y
aterradoras, pasan las trombas de agua color café con leche lamiéndolos.
Aquí va mi primer relato, debidamente retocado y podado
con cariño, en nombre de los grandes momentos.
En términos de
temporalidad, esto que cuento en resumen, sucedió el verano del 84, durante la
gloria de dos semanas pasadas en Portugal del Norte. Lo que imagino fuera del
tiempo, está ocurriendo en este momento, al escribir mi aventura.
En esa época
todavía cercana, de regreso a Francia, durante cierto tiempo quedé como abolido
para el amor, y en consecuencia para el quehacer literario, para la poesía,
pues para mí amor y belleza no se separan.
Me encontraba en
un hotelucho de la rue des Petites Maries, en Marsella, planeando cómo
instalarme en Francia para siempre, pero todo era desorden y dispersión. Estaba
como paralizado. No podía asumir las cosas más sencillas; por ejemplo
inscribirme en la universidad; por ejemplo, ir a la Policía de Extranjeros; por
ejemplo, conseguir casa en Aix-en-Provence. Seguía pensando circularmente,
obsesivamente en esas vacaciones, allá en Portugal del Norte.
Ahora,
maravillado, me doy cuenta que estoy logrando la gran hazaña de hilvanar esos
recuerdos frescos con cierta facilidad, con una coherencia admirable en
comparación a mis primeros intentos.
Vagabundeo en el
exterior y en el interior de la Gare Saint-Charles. Pienso en Valérie, mi chica
francesa, y no sé si debo decírselo. Mordisqueo un sándwich de salchichón,
sorbo un cerveza Heineken, me dirijo hacia una cabina telefónica. Conseguí un
hotelucho barato, Valérie, cuarenta francos pero con baños comunes y sin ducha,
tendré que ir todos los días voy a la piscina. Sí, acabo de regresar de
Portugal del Norte. Tengo que decirte algo. Que amo a otra persona,voilà.
Así fue, muy
breve pero nada fácil, considerando que soy un esclavo psicológico de la mujer
amada. Había planeado escribir por la tarde, pero regresé al hotel invadido y
como carcomido por una súbita fobia de la escritura, otra manifestación de mi
pereza, a decir verdad. Al escrutar las paredes del hotelucho, su sordidez
sobrecogedora pareció envolverme. Me zambullí en la cama y me dormí.
Era la segunda
vez que me enamoraba, de allí la terrible sensación de abandono. La criatura
respondía al impresionante nombre de Natalia Roberta Maria de Castro Cunha, y
fue mi primer idilio europeo, aunque sólo nos dimos dos besitos, yo tenía 23,
ella 17.
Fui a Portugal
del Norte porque se casaba mi amigo Carlos de Caracas, porque me hablaron de
las famosas comilonas, de las fiestas populares en verano, del vinho verde, de
la cordialidad y generosidad de su gente. Aprovecharía de mi tiempo libre
–pensaba–, para consagrarme a mi devorante pasión literaria, aunque en esa
época yo sentía la escritura como un juego, como una diversión… Sin ni siquiera
remotamente imaginar lo que significaría en el futuro, quiero decir en mi
difícil relación con la sacrosanta maquinaria de la sociedad. Además –pensaba–,
toda literatura digna del nombre, de preferencia, debe procurar goce y risa,
diversión, erradicar el tono severo y no salir de la esfera de lo estrictamente
gratuito, del placer.
Llegué a
Portugal del Norte con un día de atraso –perdí, por borrachín, el tren en
Salamanca–, un domingo de cielo gris y lluvia finísima. En Porto me despedí
afectuosamente del amigo João Macedo, albañil en Lyon, que conocí durante el
viaje, y que fue mi compañero de juerga en las tabernas de Salamanca. Bajé,
manoteando a la bruma, en una descuidada estación de Coimbra. Tomé un taxi y
como apenas chapuceaba unas palabras de portugués, mostré al amable chofer un
papel con la dirección. Al cabo de media hora de un viaje muy hablado, el chofer
en portugués, yo en español, el taxi penetró por un camino de tierra y se
detuvo frente a una iglesita de pueblo que, increíblemente, correspondía a la
dirección. Pregunté por un teléfono público, pagué, bajé, y por instinto entré
en esa iglesia como entrar en un sueño. Hasta hoy, al evocar ese episodio, me
parece que Natalia fue la primera persona que vi y que me vio. Yo venía con mi
elegante maleta de Caracas, con mis finísimos zapatos azul marino de Caracas,
con atuendos caraqueños de la época del oro negro, exhibiendo en el pecho una
gruesa cadena de oro regalo de mi mamá. Sonaron las campanillas de la infancia,
entraron mujeres oscuramente vestidas, el olor de mi pasado tiene mucho que ver
con el olor de las iglesias, pensé. Ella estaba acompañada por sus tíos, dos
jovenes de saludable aspecto campesino. Apenas terminó la misa, Natalia se
acercó y me preguntó, en perfecto francés, si yo era el amigo sudamericano que
el senhor Carlos Cravo dos Santos y « los Fernandos » estaban
esperando desde ayer, soy yo dije, lo siento mucho por el retraso, perdí en
tren en Salamanca. De inmediato me rodearon, amables y curiosos. Todos o casi
todos eran inmigrantes que vivían en Francia, que trabajaban en Francia, que
habían tenido hijos en Francia, en París, en Lyon, en Clermont Ferrand, todos
hablaban francés, también los simpatiquísimos y amabilísimos tíos de Natalia,
Reinaldo y Manuel Soares. De inmediato, alegres y como en estado de gracia
después de la misa, fuimos a tomar un copo de vinho en el bar-restaurante
llamado como la prestigiosa ciudad, y adonde acudiríamos tantas veces: Bar Coimbra.
Manuel, solícito, se había apoderado de mi maleta de Caracas, mientras que
Reinaldo salía muy rápido, casi corriendo, en busca de mi anmigo Carlos y de
los Fernandos… ¡Qué amable y acogedora la gente de Portugal del Norte! Después
de mis primeras tribulaciones europeas en Frankfurt, en Londres, en Amsterdam,
en París, no en Bruselas donde me fue muy bien, fue allí, en ese pueblucho
cercano a Coimbra, en ese pueblucho de Portugal del Norte, donde sentí la
divina humanidad y cercanía de la gente, por eso me puse tan contento, por eso
me recorrió de cuerpo entero esa sensación como de cosquillas internas. Natalia
vino con nosotros. Ahora, siglos después, la veo, única mujer del Bar,
mirándome de reojo con insistencia… Cuando llegaron Carlos y los Fernandos
recomenzaron las efusiones y por fin pude hablar en español. Mientras tanto,
Manuel Soares –me dijo Natalia– me había naturalmente incluído entre los
invitados al almuerzo campestre que, a pesar del mal tiempo, se organizaba en
el gran jardín de la abuela Soares. Salimos eufóricos del Bar Coimbra. Me
instalaron cómodamente en casa de Fernando II, a quien comencé a llamar
Fernando de Coimbra, y al otro Fernando de Lyon, para diferenciarlos. Buen
tiempo permanecí bajo la bendición de la ducha. Me puse ropa de Caracas, me
perfumé al estilo Caracas de la gran época, con Azzaro. En casa de la abuela
Soares me sentí, de inmediato, como en mi propia casa, lo que aumentó la
sensación de maravilla. « Este rapaz
é sudamericano », le dijo Fernando de Coimbra creyendo presentarme,
y ella, para nada sorprendida, le respondió en francés « Mais je le sais
bien, je viens de faire sa connaissance à l’église. » Natalia tenía dos
hermanos, de catorce y diesciséis años respectivamente, que apenas me
saludaron, estaban muy concentrados en la operación de preparar algodón
azucarado, para los niños, con una vetusta máquina de madera provista de
pedales– y encima un ligero ollón de aluminio. Producía esponjosos algodones
rosados, adheridos a un palito. Todos los niños, felices, parecían revolotear en
torno a ellos, riendo y gritando.
Después de
muchos platillos y entradas, la abuela Soares sirvió el bacalhau con papa,
vainitas y huevos duros, simplemente sazonado con sal, pimienta y aceite de
oliva. Siguieron tortas, postres, café, Brandy Macieira. A las cinco de la
tarde, sólo quedábamos en pie Fernando de Lyon, Reinaldo y yo, los otros
comensales se habían ido al remanso de la siesta. Estaba muy sorprendido, pues
aquí, en Portugal del Norte, uno tomaba cantidades navegables –siempre
comiendo– y permanecía relativamente lúcido. « Si tienes sueño, ve al
cuarto del segundo piso, o si no acuéstate donde quieras », me dijo
Reinaldo, y yo miré el campo vecino, la grama, la yerba alta más allá, los trigales
rubios más allá, y me eché una siesta al aire libre.
De alguna manera
que aún no logro entender, más tarde, cuando Fernando de Lyon vino a
despertarme para que fuéramos todos, niños, adolescentes y adultos, a un baile
popular en un pueblito vecino, se me ocurrió declararle mi amor, pero no lo
hice. Salimos en dos grupos: Carlos y Rosa, Fernando de Lyon, esposa y quien
escribe en un Renault 18. Fernando de Coimbra, Manuel, Reinaldo y Natalia en un
Volvo negro. Después llegaron las novias de Manuel y Rein aldo, los hermanos de Natalia Zé y
Joãozinho, y los hijos de Fernando de Lyon, Renato y Joaquim. Enumero y nombro
a todos porque aún los estoy viendo, así como veo las largas avenidas de
tierra, las casas de un solo piso distantes unas de otras, algunas ventanas
luminosas, las luces del coche que ahora avanza por el asfalto precario, y un
letrero que indicaba el rumbo hacia Figueira da Foz… Me veo ahora tomando vinho
verde con los Fernandos, mientras que Zé y Joãozinho, encarnizados, disparan y
disparan en un quiosco de tiro al blanco, en esa feria-baile, ahora más hermosa
en el recuerdo. Sobre una tarima adornada con globos y figurines de colores, la
orquesta local tocaba un slow, una balada. Fernando de Coimbra, sonriente y
campechano, me incitó a bailar. Natalia apareció como por encanto, me tomó de
la mano diciendo « Allez, viens », y ya estamos bailando suavemente.
Espérame, le dije al terminar el slow, ya regreso. Ella sólo se rió. Fui al
baño, volví, bailamos otra vez, y al oler sus cabellos de nuevo me di cuenta
que me había enamorado. No lejos de nosotros, Manuel y Reinaldo evolucionaban
castamente con sus novias. Y nosotros bailamos y bailamos, una pieza tras otra,
aires populares, polcas, rumbas y slows, todo lo que tocaba la orquesta, el
baile fue nuestro lenguaje, sobre una explanada de tierra dura, confundidos con
la multitud. Parecía que todos los inmigrantes portugueses se habían congregado
en esa bella fiesta. Algunos llegaron con sus coches nuevos marca Renault,
marca Peugeot, marca Mercedez Benz. Recuerdo en especial la palabra
« chocolate » pronunciada con acento brasileño por una brasileñita
vestida de verde que cantó… Por unos segundos, durante la gloria de un slow,
Natalia se recostó en mi hombro y pude rozar su mejilla, pero la rocé con un
besito disimulado y fugaz. De nuevo, ella sólo se rió. Entonces se acabó la
suave melodía y yo, exaltado y suspirante, regresé al quiosco a seguir tomando
vinho verde con los Fernandos; después nos reunimos con los otros. « ¿Y
qué vas a hacer en Francia? », me preguntó Reinaldo. « Voy a estudiar
Letras » « ¿Para luego regresar a Venezuela? » « Ha cambiado
mucho la situación después del viernes negro. Ahora no sé. » « Te daré
mi dirección en París, puedes venir cuando quieras, mi casa es tu casa »,
terminó diciendo, y yo se lo agradecí con emoción. Se acercaron Carlos y Rosa para
decirnos que se iban, Rosa estaba muy cansada, le dolían los pies. Yo dije que
me quedaba, que regresaría más tarde con los Fernandos. Hasta allí llegaron los
grandes acontecimientos de esa noche.
Al amanecer,
seguía rascándome, me habían picado golosamente las pulgas. Por unos instantes,
no supe dónde me encontraba, en qué país o latitud. Fernando de Lyon ya estaba
despierto, preparaba un aromático café. « Hay pulgas en el cuarto »,
dije, a lo que Fernando repuso: « ¡Vamos a matarlas de inmediato! »
Regresamos al cuarto, descubrimos el lecho, ubicamos dos insectos repletos de
mi sangre, Fernando II los atrapó e hizo explotar entre las uñas de sus
pulgares ¡Clac! ¡Clac! « Deben ser los perros », comentó, « ¡No
le digas nada a mi mujer! Si quieres, puedes seguir durmiendo,
rapaz. » Tomamos café y volví al cuarto.
Entre otras
cosas, me había enterado que Natalia era una francesita, había nacido allá,
pero vivía con sus padrinos… ¿Y por qué no vivías aquí, cerca de Coimbra, donde
tenías familia? Manuel había regresado definitivamente, como se dice. Aquí
vivía tu tía Maria das Boucas y, sobre todo, tu abuela hermosa, tan llena de
cariño y humanidad. Lamenté la muerte de tus padres cuando me mostraste las
fotos. Tu papá había combatido en la guerra de Angola. Tu mamá era delgada y
bella. El patrón francés de tu papá y su esposa, tus padrinos, se ocuparon de
ti, entre otras porque no tenían hijos y te adoptaron. Por la tarde, en casa de
tu abuela, fuimos a ver la vaca en el establo, los corderos en los campos, los
pichones en sus nidos, los gallos, las gallinas y los perros. Subiste a un
viejo columpio y te empujé, cada vez más enamorado. Ahora, te veo sentada en la
valla del establo, y la visión es cinematográfica como cierto tipo de memoria.
La vaca gorda, soñolienta, fue el único testigo de nuestro beso tan largo, tan
largo. Ladraron los perros, balaron los corderos, piaron los pichones, cantaron
los gallos y hasta la vaca mugió como acompañando mi júbilo… Y el tuyo… Ahora
veo a los perros excitados persiguiendo a una rata entre los zapallos. Acudió tu
abuela armada de una escoba, todavía la veo debatirse y dar escobazos en un
remolino de tierra. En ese instante, te apreté, te acaricié la mano. Después de
este episodio, todo era un pretexto para pensar en ti, Natalia del café y de la
cachaça, de los gallos y las gallinas, del inagotable vinho verde, del bacalhau,
de las vainitas, de las papas, de los columpios, de los zapallos, de las
abuelas, allá, en Portugal del Norte.
Un viernes,
antevíspera del matrimonio, fuimos con los Fernandos y tu tío Reinaldo a la
playa de Figueira da Foz, donde pasamos la tarde hablando y riendo, comiendo
sardinhas fritas y tomando cerveza, mientras tú paseabas descalza por la arena.
Quiso la casualidad –si tal cosa existe– que el domingo, en la mesa larguísima,
te sentaras junto a mí, la hermana de Rosa fue víctima de cólicos y debió
abandonar el banquete. Las hermosas celebraciones habían comenzado temprano,
tipo diez. Se reunieron unos doscientos invitados, los hombres con impecables
ternos, las mujeres con elegantes vestidos,con sombreros y velos, los niños
trajeados como adultos en miniatura. Yo me vestí de blanco virginal, me perfumé
al estilo de Caracas. Estábamos en el jardín ilimitado de la casa de los padres
de Rosa, que parecía la mujer más feliz del mundo y que sin duda lo era. La
ceremonia en la iglesia –la misma adonde llegué en taxi– debutó a las once
clavadas. Divisé a Natalia entre una multitud de tías y tíos, también de blanco
virginal, más linda y encantadora que nunca, muy concentrada en los importantes
acontecimientos. Cerca del mediodía concluyó la ceremonia con triunfal salida
de los flamantes esposos bajo una granizada de arroz, aplausos, vítores, risas
y fotos. La gran caravana salió rumbo a un hermoso jardín, también ilimitado,
debidamente acondicionado, en el camino hacia Figueira da Foz. Los Fernandos
presidían la mesa contigua; yo en la mesa central de Carlos y Rosa, con los
padres de ambos, con Natalia a mi derecha, con Reinaldo y Manuel a la
izquierda. Me hice amigo de Franklin Lima, un joven de mi edad que trabajaba de
cerrajero en Lyon, y de Rui Oliveira Ferreira, otro joven algo mayor que se
definió, con aplomo y orgullo, como « poeta contemporáneo ». Con un
nombre tan hermoso sólo se puede ser poeta, pensé… Pero recién me doy cuenta de
que entonces, pese a saberme poeta, prefería definirme como escritor, como
futuro novelista. Me hice amigo del senhor José Fazenda, conserje en París, del
senhor Henriques Louro, obrero metalúrgico en Lyon, y del jocundo senhor
Almeida Rodrigues, que también hablaba español pues había vivido en la Caracas
del oro negro. La verdad, me hice amigo de todos, hasta del chef Mário-Jorge y
del gran bebedor Diamantino Souza, jardinero de Versalles… Ahora, de nuevo
cinematográficamente, veo la fuente metálica ornamentada con legumbres y
frutas, el fulminante golpe con el canto del plato, el chef Mário-Jorge
decapitando al mil veces suculento lechón asado; luego, utilizando el cuchillo
con mano diestra, lo convirtió en jugosas piezas. En ese momento, Natalia se
aferró a mi brazo… « Uma boa porçao para o peruano », dijo
Mário-Jorge y yo acerqué mi plato; luego me sirvieron un cucharón de humeantes
alubias verdes. Debajo de la mesa, Natalia y yo nos acariciábamos las manos. Al
finalizar el gargantuesco banquete, todos los hombres fuimos, en grupitos, al
Bar Coimbra, cuyo dueño resultó ser un hermano de Diamantino. El poeta
contemporáneo se unió al nuestro, con los inseparables Fernandos, Carlos y yo.
Al finalizar la tarde, mientras todos seguían festejando, me derrumbé. Rui me despertó hacia las ocho, pues las celebraciones
seguían con renovado brío. Incongruentemente,
pregunté por Natalia, Rui quiso saber quién era, es mi sobrina de París dijo
Reinaldo. Fuimos a un galpón, que ya habíamos visitado durante el almuerzo al
aire libre, cuando estaba vacío y las pocas cosas en desorden. Ahora, todo
aparecía limpio y arreglado por obra de las solícitas mujeres; habían colocado
bancas contra las paredes, parpadeaban foquitos de colores, había una gran mesa
única en forma de C casi kilométrica, todo estaba dispuesto para el gigantesco
buffet. Una orquesta de músicos afinaba antes del baile inminente. Carlos y
Rosa abrieron el baile. Busqué a Natalia entre la multitud. Estaba junto a las
bebidas y refrescos, como asediada por un semicírculo de chicos de su edad,
pero cuando sonó un slow, se deshizo de ellos y vino hacia mí. Había un
insistente chiquillo llamado Arlindo, también franco-portugués. Carcomido y
erosionado por los celos, supuse que era su chico, o al menos su pretendiente.
« Pasado mañana regreso a Francia », le dije como para llenar un
molesto silencio antes del slow. Después, salimos discretamente a mirar las
estrellas. Nos besamos por segunda y última vez, muy largamente, semiocultos
detrás de una carreta. De regreso al baile, yo estaba en otro pla neta. Me reuní con Rui de Oliveira Ferreira,
quien dijo tener « la edad de Cristo crucificado ». En Francia, Rui
era traductor e intérprete; en sus momentos libres, que según él eran muchos,
se dedicaba a la literatura en general y a la poesía en particular. Le comenté
mi ambición de « convertirme » en escritor, y me dio un amigable
sermón como para disuadirme, pero después se rió. Tal era Rui ¡Todo lo
arreglaba con risa! Al final de la fiesta, de esa última fiesta, ya éramos
amiguísimos. Y Natalia había desaparecido.
Dos días
después, no tuve tiempo de despedirme de ella ni de la magnífica abuela Soares.
Cerré mi maleta de Caracas invadido por ese movimiento interno que procuran
ciertas despedidas. En el andén de Coimbra, todavía veo a los silenciosos
Fernandos, a Manuel y a Reinaldo, y a mi
amigo Carlos que, después de ser el centro del universo, había vuelto a ser el
Carlos de siempre, el amigo de Caracas que me dio la oportunidad de visitar la
hermosa tierra de Portugal del Norte. Para mi gran suerte, Rui tomaba el mismo
tren, de modo que hicimos el trayecto hasta Bayona, y calurosamente nos
despedimos intercambiando direcciones y teléfonos, ignorando que no nos
veríamos nunca más; medio en serio, medio en broma, de nuevo trató de
disuadirme, de nuevo me habló de los peligros del arte, pero le dije no jodas y
de nuevo nos reimos.
–Hasta la
vista, Rui.
–Hasta la
vista, Miguel.
Ahora estoy
caminando por la Canebière rumbo al Vieux-Port. El cielo está oscuro como una
campana, no importa, llueva o no llueva me voy a tomar un par de cervezas en el
Vieux-Port.
Ahora estoy en
la esquina del Quai du Port con la rue de la Prison, caminando bajo la lluvia
fina, pensando en Natalia, soñando con la posibilidad de volver a verla en
París. Después, subí al barco que nos lleva al otro lado, al Quai de Rive
Neuve, y salí como en estado de levitación por la rue Fort du Sanctuaire,
siempre pensando en ella, pensando y pensando, pensando también en ese verso de
Pessoa tan caro a Rui de Oliveira Ferreira: « Há metafísica bastante em
não pensar em nada », para no pensar en nada. Y cuando cesó la lluvia, el
sol pareció brillar más que nunca, como alumbrando un nuevo planeta. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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