20180224

Maniobras de invierno



por Miguel Rodríguez.

Al comenzar febrero, subrepticiamente, se instalaron la gran sequía y el gran
desánimo, conjugados con los maleficios gélidos del invierno. De inmediato,
decidí atacarlos por frentes simultáneos, amigos. Nunca procedo así, pues aparte
de estas crónicas, siempre le consagro mis fuerzas a una sola obra. Tengo
bastante material disperso, cuadernos y libretas de notas, proyectos, bosquejos y
libros por terminar, todo un variado impulso que acumulé durante los seis
fecundos años pasados como pensionario o recluso de Alcatraz, institución
agrícola regenerativa, donde llegué a ser capataz. Entre otras obras produje tres
cuadernos de poesía titulados: Sólo el amor, Junio y Paraíso de la Trévaresse,
que metí al cajón, que felizmente no hice publicar. Al cabo de unas cuantas
vueltas del planeta, me di cuenta de que estaban regularones, por no decir
flojones, por no decir malitos. Como la poesía también es asunto de música y
sonoridad, reuní Junio con Paraíso de la Trévaresse y empecé a redactarlos en
francés, para ver si adquirían melodía. Esa fue la primera estrategia de ataque
contra el paralizante monstruo del desgano. La segunda fue desplegada con
ataque lateral al adversario: cañonazos y artillería pesada por ambos flancos,
para dispersarlo. Para esto reemprendí con determinación la suite y fin de una
insólita biografía. Se trata de un trabajo que realizo gracias al abundante
material proporcionado por el protagonista, el pintor ancashino Franklin Guillén,
trabajo de tonalidad picaresca que también comencé en Alcatraz donde concluí
el tomo primero. El tercer ataque –artillería napoleónica, guerra cuerpo a cuerpo,
guerra de trincheras– lo concebí ayer apenas. Voy a reescribir y reencauchar un
largo relato que trancurre en un pueblito del norte de Portugal, cerca de
Coimbra, donde fui invitado, el año de 1984, a un matrimonio inolvidable.
Como hace poco debí volver a Alcatraz por trámites administrativos ajenos al
arte, y gracias al hallazgo de unos cuadernos extraviados, pude retomar
animosamente el tomo segundo –Manuscritos del Conde, siendo el primero
Cartas a Mauro, ambos con el subtítulo de Vida de Guillén. Así, armado hasta
las agallas, afronté al monstruo. Pero seguía diciendo, amigos: después de un
señor enero casi primaveral, al comenzar febrero, bruscamente, heladamente
compareció el gigante blanco del invierno en el privilegiado sur de las Galias.
Como un fenómeno atmosférico, el escriba experimentó, de nuevo, un terrible
bajón, como si su estado anímico coincidiera con el cambio climático. Ese
viernes era día de mercado en Lambesc. Mi tía abuela gala, mi suegra gala y mi
gala Boconcita se van de compras. Aquí, en Lambesc, de una manera que no
deja de parecerme insólita, la familia de mi hembrita me ha aceptado como un
nuevo miembro de la tribu, ya pueden llamarme Michel. Michel, solícitamente,
viene al mercado, ese lugar tan impregnado de magia, para ayudarles a
transportar los víveres. La suegra maravillosa, engreidor a, mimadora, cariñosa,
quiere que les prepare un cebichón, qué pescado compro pregunta, filetes de
rascaza digo, no creo que encontremos corvina, no creo que encontremos robalo,
no creo que encontremos lenguado. Me doy cuenta que Boconcita tiene
proyectos, la reprimo un poquito por motivos logísticos, si por ella fuera compra
paltas, compra zapallos, compra calabacines, compra puerros, pollos asados,
salchichones, rábanos. Por ahora, digo, sólo necesitamos camotes, sólo
necesitamos culantro, ají tenemos, ah, también limones (« aquí no hay choclos »,
pienso), ah, y unas cuantas yucas. Pero no hay yucas en el mercado de Lambesc,
un día de febrero, tipo diez de la mañana, del año 2018 después del Christos, del
año 130 de la nueva era. Como plato único, yo me imaginaba un cebichón con
choclo, yuca y camote, sobre un fresco lecho de lechuga (a falta de cochayuyo).
Y como también se apunta el cuñado, compro filetes de otro pescado blanco,
también te preparas unas papas porque yuca no hay, digo medio mandoncito, yo
me encargo del resto, elaboro dos cebichones, uno con cada pecado, y ya.
Ambos cebichones salieron exquisitos, y eso que no les puse rocoto sino ají
tailandés, el cuñado repitió, yo también, pero como me quedé medio cortina, de
puro goloso acepté una salchicha de Toulouse, una papita más, y ya. Después,
pan y quesito, copetines de Côtes-du- Rhône, y ya. De regreso a nuestros
aposentos con grandes posibilidades de siesta, mientras brincoteaban las urracas
en el jardín inmenso, ocurrió el drama. Mi hembrichi quiso saber si el escriba
seguía pensando « en la jovencita italiana de vestido rojo »… ¡Es un poema de
Cesare Pavese, el que te leí ayer!, me defendí algo divertido pero no tanto, el ser
querido me miró con el ojo nocturno de Hécate. Por unos instantes, súbita
incomprensión, súbito malentendido, súbita nube gris. « Eso me pasa por
dármelas de bacán », pensé, pues le había leído el poema en italiano,
traduciéndolo al galo a medida que avanzaba. Mastico la ítala lingua, pero no
tanto, leí el poema lápiz y diccionario en mano, antes de simular que el depurado
italiano de Pavese no tiene secretos para mí, lo cual es muy falso. Por otro lado,
de nuevo me maravilló el poder de la palabra escrita vestida con la fulgurante y
sugestiva ropa de la poesía.
En marzo de 1933, Cesare Pavese escribe un poema titulado Pensiere di Dina
(Pensamientos de Dina), que, junto a otros tres, fue rápidamente censurado. El
poeta se expresa con la voz de Dina, es decir, como si fuera la joven y
voluptuosa Dina. Cuando lo leí, me resultó muy visual, como una película.
Aparece Dina frente a un estanque. Está desnuda. Se frota contra un árbol. Se
acuesta en la yerba. Un viejo pescador la ve zambullirse, pero le parece un
muchacho. Por la noche, Dina es otra vez la mujer de vestido rojo. « Esta noche,
bailando con todos, estaré desnuda como ahora, y nadie lo sabrá », piensa. « Los
hombres son tontos », piensa, « lo único que quieren es bailar apretados y
susurrarme palabras atrevidas » « Hay otros que me sonríen, pero nadie me ve ».

La verdad, yo seguía pensando en cómo y cuándo retomar la pluma, y de paso
pensaba en los tormentos de un poeta como Pavese, que fue terriblemente infeliz
en amores, que se dio muerte con mano propia, pero que sobreponiéndose a todo
logra, con brío y genio, edificar su obra. « El poder sobrenatural de los poetas
para asumir la adversidad », como dice otro poeta. La composición de Pavese
tuvo una doble repercusión ese día, mil años después, primero en mí, luego en
los celos literarios de mi hembrita. De ese incidente surge la inspiración para
escribir esto, de modo que se lo dedico. Y sobre el paralizante bajón: « Así
como caigo, me repongo » « Luctor et emergo », como dice Rómulo de
Amsterdam, « y siempre p’alante, como las aguas del río de la vida ». Por arte
de magia, todo se recompuso, de nuevo el velero viento en popa. Mi gato,
instalado como un felino egipcio junto a la calefacción, maulló exigiendo
croquetas… Luctor et emergo, carajo… ¡Salud por eso! SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.