por Marissa Tamayo*
Mi padre que fue Juez en la ciudad del
Cusco me contó esta historia. Cierta vez
se presentó en el tribunal el caso de un hombre de provincia, que al haber
perdido su trabajo y no pudiendo conseguir una colocación, debido a su mala
visión, pensó que no tenía otra alternativa que pedir limosna; pero se dio con
la sorpresa de que ese oficio no es tan simple que digamos. Debía levantarse al aclarar el día y
dirigirse a la Plaza de Armas, para estar horas de horas delante de la iglesia,
sentado sobre la piedra fría, poniendo una cara de enfermo y los ojos en
blanco. Estiraba la mano en espera de la
caridad de las beatas o de los caballeros cristianos, quienes de vez en cuando
le echaban una moneda en el sombrero. Algunos le miraban con desprecio y le
preguntaban: “¿Por qué no
trabajas?” Pero su suerte se terminó
cuando llegó una mujer pueblerina y se apostó al otro lado de la puerta, se
acomodó sobre sus numerosas polleras, teniendo a dos criaturas una a la espalda
y otra en el regazo. Las monedas tintineaban en la lata de la mujer.
La desesperación y el vacío de sus tripas
le empujaron al hombre a merodear por los mercados y al ver su rostro
hambriento, algunas vendedoras le alcanzaban un plato de comida o las frutas
que no se vendían. Él recibía los
alimentos muy agradecido, diciendo:
“¡Dios se lo pague!” Pero no era
suficiente para mantenerle sano y veía que sus carnes menguaban y los
pantalones le quedaban amplios. Además sus cataratas empeoraron y empezaba a
tener dificultad para ver bien. Decidió dirigirse a la Fiesta de San Sebastián
y ahí, confundido entre la gente, robó algunas billeteras de los jaranistas que
botella en mano se tambaleaban al ritmo de los violines y de los tambores. Pero tampoco la suerte le duró mucho. Una tarde se había apoderado de la billetera
de un anciano, cuando una mano pesada le cayó en el hombro. A los gritos de “ladrón, agarren al ladrón”,
una turba de gente le persiguió por las calles.
El hombre corría como un conejo asustado, pero finalmente fue aprehendido. Recibió muchos golpes, patadas y hasta
escupitajos. Alguien sugirió que se le amarrara a un árbol, para evitar que se
fugara. Fue sujetado contra un árbol con
soguillas de paja, mientras llamaban a la policía. Una mujer con pollera y sombrero con flores,
embriagada aún del entusiasmo festivo,
trajo un rocoto colorado y partiéndolo en dos, le frotó los ojos al ladrón, a
manera de darle un castigo ejemplar. El
ladrón al sentir el jugo del rocoto, sintió que sus ojos ardían como el diablo,
pensaba que las pupilas reventarían y gritaba y gritaba pidiendo perdón, pero
la turba sólo se reía y pensaba que lo tenía bien merecido.
Por fin un policía se lo llevó a la
comisaría. Dos días después, el hombre
despertó aún con el ardor en los ojos.
Durante las noches anteriores había llorado abundantemente, es decir las
lágrimas le manaban de los ojos. Pero
luego que se hubo limpiado, se dio dio cuenta que podía ver mejor que antes. Las nubes que cubrían sus ojos habían
desaparecido con la la frotación con el rocoto.
El ladrón dio gracias a Dios por el castigo recibido. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
*Marissa Tamayo Beltrán, peruana, nació en el Cusco y vive desde hace más de dos décadas en Holanda. Es economista , diplomada en Homeopatía Clásica, estudió literatura en España y pintura en el Gooise Academie voor Beeldende Kunsten. Ha escrito numerosos cuentos aún no publicados. Escribe regularmente en El Blog de Marissa, sobre temas relacionados a la medicina alternativa, salud, cocina, viajes y otros.
me gusto este relato.
Frans
Buenísimo, me encantan estas anecdotas tan de nuestros pueblos, q van de generación en generación.
Abrazos
Apreciado Frans, gracias por tu comentario. Atte.
RM