Why should I speak of
what a thousand hearts
have felt, and every man
alive can guess?
William Wordsworth.
Ser extranjero es el
destino del hombre. Pero es un destino malinterpretado todavía en primera
instancia, y por consecuencia, un destino mal asumido en segunda. Vivimos y morimos sintiendo vagamente que lo
somos, como una molestia permanente, un freudiano malestar en la cultura que
aprendemos a ignorar por obra de la costumbre y que sólo si se torna más agudo
o insoportable nos obliga a confrontarlo. Muy pocas veces asumimos
conscientemente dicha condición de extrañeza y mucho menos hemos sido capaces
de crear leyes sociales y de sostener una ética personal que nos ayuden a
reconciliarnos plenamente con ella. Somos extranjeros que por miedo, ignorancia
o automatismo, se niegan a sí mismos que lo son. Renegamos de serlo;
disimulamos serlo; nos olvidamos de serlo. Y eso, como tratar de huir de lo
inevitable, es en el fondo absurdo y le impone un color dramático, a veces trágico,
a algo que de suyo podría ser transparente como el umbral de nuestra
libertad.
Las identidades políticas y culturales que hemos
creado en el transcurso de la historia y que siguen operando en nuestros días,
pueden ser vistas como un mecanismo de defensa contra nuestra indeterminación
psicológica y existencial. Contra nuestra extranjería ontológica, diría la
filosofía occidental, aunque sé que la palabreja le estorbará a la mayoría.
Antes que en cualquier lugar, de cualquier lenguaje o de cualquier costumbre,
el hombre es extranjero en su propia humanidad. Es extranjero en sí mismo y en
la vida. Nacemos hombres, pero nuestra humanidad es algo que debemos buscar,
crear, descubrir, transformar mientras vivimos, sin que para hacerlo sepamos de
antemano lo que la humanidad es: cómo se es un hombre. A lo más, visiones e
interpretaciones alternativas al respecto, creadas por la cultura.
No se está listo para ser humano sólo por nacer
hombre; viviendo la vida de cualquier modo tampoco florece la humanidad de la
que cada quien es responsable. Entre todas las formas de entropía o de
descomposición que podemos atestiguar en la naturaleza, es la humana la más
radical de todas. Sólo el hombre, por la misma libertad que lo comporta, puede
comprometer mientras existe tan a fondo su propia condición; el hombre no sólo
puede, ha tendido históricamente a deshumanizarse: es parte de su humanidad la
posibilidad de vivirse inhumanamente. Nuestra humanidad, en ese sentido, siempre
está en juego y en riesgo. No es algo dado pero tampoco algo que sea posible
agotar o alcanzar por completo. Es un estado de creación y de renovación
permanente, e incluso cuando su creador deja conscientemente de crearla,
incluso cuando renuncia a crear, continúa modificándose y relativizándose,
aunque sea negativamente.
En términos psicológicos, pues, el hombre no
tiene identidad, en el sentido de que no puede ser, incluso aunque se proponga
serlo, algo definido de una vez por todas, de forma idéntica y permanente como
las cosas (e incluso las cosas, a nivel molecular, no son idénticas). Incluso
si vivimos repitiéndonos a ciegas en el hábito, nunca somos los mismos. Nunca
somos tampoco del todo el que somos y sólo la muerte interrumpe, clausura o
modifica nuestra necesidad de serlo. El hombre está de visita en la vida, en su
propia vida. Su verdadero hogar es una búsqueda, una pregunta abierta, un
destino por reconocer. Como un extranjero que se hospeda en la humanidad, es
responsable de sus actos y de sus omisiones mientras la encarna, pero no es el
dueño ni de esa humanidad ni de esos actos.
Si todo esto que reafirmo, puesto que hace
milenios se viene afirmando en el arte, la filosofía y la ciencia, como es muy probable que ocurra, en
vez de parecernos familiar y reconocible,
sigue sonando extraño y acaso disparatado, es porque hemos sido educados en el
hábito de la negación y de la inconsciencia. La cultura humana es mucho menos
dinámica e indeterminada que la condición humana: tiende precisamente a
deshumanizarse, a estandarizar y adormecer los vértigos de esa condición. Si no
me equivoco, el freudiano malestar en la cultura que aún padecemos es producto
de ese desfase entre ambas. En los estadios más profundos de nuestra condición,
por ejemplo, no podemos ser dueños de nada, y sin embargo hemos creado una
cultura que está obsesionada con el sentido de la posesión. No somos dueños de nada ni de nadie y sin
embargo vivimos para adueñarnos de lo
que se pueda y de quien se pueda. Tampoco somos
alguien en definitiva y sin embargo poseemos
identidades políticas, ideológicas y administrativas, que refuerzan un
superficial sentido de pertenencia a algo. Somos
un misterio abierto e interminable y sin embargo es nuestra costumbre asumirnos y asumir a los otros como personalidades estandarizadas y
clasificables: ¿dónde naciste? ¿cuántos años tienes? ¿qué estudiaste? ¿en qué
trabajas? ¿a qué equipo le vas? ¿cuál es tu comida favorita? Nos vamos a casa
creyendo que sabemos quién es el otro en función de sus respuestas. Como los
extranjeros que creen conocer una ciudad porque fueron a la calle de las
tiendas y tomaron un café en Starbucks.
La libertad de nuestra condición es todavía una
amenaza para nuestra cultura. Esa libertad le asusta a nuestra cultura porque
la primera es una fuerza en estado de transformación y la segunda una
institución tratando de conservarse. En el corazón de nuestra condición habita
un hambre insaciable de libertad y en el corazón de nuestra cultura, un miedo
terrible a desintegrarnos. En una somos extranjeros de paso y en búsqueda; en
la otra, los nativos arraigados en hábitos que desconfían de los forasteros. Y cada
uno de nosotros es la lid de esa batalla.
Nací, crecí y viví más de 30 años en México. En
un ambiente urbano. Hace un poco más de un año, para continuar escribiendo una
historia de amor, me mudé a Holanda, a un pequeño vecindario llamado Leusden.
Mi extranjería política y cultural sangró desde entonces, aún lo hace, por la
herida abierta de ignorar el lenguaje local, las costumbres locales, la
historia profunda de este pueblo. Desde entonces trabajo a mi manera para
remediar tanta ignorancia. De mi otra extranjería, la ontológica, me hice
consciente mucho antes dentro de mi cultura originaria. Con la ayuda del arte,
de las experiencias personales, de las ideas lúcidas de ciertos hombres, pude
tomar distancia de mi propio destino. Ahondar en mí, para reconocer algo que
creo es una verdad sobre mí mismo: ninguna de las circunstancias del contexto
exterior me determina por completo. Estoy siempre de viaje en mí, en donde
quiera y entre los que quiera que me encuentre.
Como el resto
de los hombres, soy el heredero de ciertas formas de conducta, de ciertas
creencias, de ciertas tradiciones, pero no soy ellas. Puedo, además,
enriquecerlas aprendiendo de otras que sólo mientras las ignoro me son ajenas.
Al asumir mi extranjería interior, no sólo me apropié más hondamente de mi
tradición cultural, también lo hice más críticamente, y eso me enseña aún a
permanecer abierto a otras tradiciones con no menor hondura y espíritu crítico.
Es más profundo aún: saberme extranjero de origen, me ayuda a reconocer la
extranjería del otro, a reconocerme en ella y en él. Porque todos somos
extranjeros, y no los legítimos propietarios de algo, es que todos podemos ser
la patria de los demás: hacer de esa orfandad común, si es que eso es lo que
es, el fundamento de la hermandad que nos seguimos debiendo. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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