20101222

VIEJAS AMIGAS

Autora: Raquel Méndez

Está allí, entre las góndolas del supermercado, frente a las latas de productos del mar. Coloca varias en el carro, sin mirar alrededor.
Pasaron muchos años desde que estuvimos una frente a la otra. Después del 75 la vi algunas veces, cuando Julia venía a visitar a su madre. Pero ella fingía no verme, y a mí no me importaba, yo no iba a aparentar un saludo amable, ni dirigirle la palabra ni permitir que descubriera en mis ojos la sombra de las ausencias. Qué podía decirle.

Cuando éramos chicas, vivíamos en la misma calle, su casa frente a la mía, y eso nos había convertido en amigas del alma. Íbamos juntas a la escuela; y regresábamos a casa despacio, caminando, enredadas en charlas y juegos. Todo nos hacía reír en aquellos días. Una vez, nos entusiasmamos cantando La farolera tropezó y en la calle se cayó, y al pasar por un cuartel se enamoró de un coronel… Y dimos vuelta una esquina, y otra más, y cuando dejamos de reconocer las vidrieras nos dimos cuenta de que estábamos perdidas. Lloramos abrazadas en un lugar desconocido, y le pedimos a Dios que nos ayudara a volver a nuestra casa. Por las dudas le dijimos el nombre de la calle: vivimos en San Martín, Dios ¿sabés dónde es? Y prometimos que nunca más nos iríamos por otro camino. Se ve que nos escuchó, porque allí nomás, a la vuelta de una esquina, en el borde de un universo que nunca habíamos explorado, hizo aparecer nuestro barrio. Años después le hice la misma promesa a dios, te juro que voy a portarme bien el resto de mi vida, que iré a la iglesia, que rezaré todos los días, pero esta vez no fui clara, o él no estaba en vena para escucharme, o vaya a saber qué. Creo que hay seres que son más poderosos que dios.

Después fuimos juntas al liceo. Y el verano nos encontraba a las dos en la playa. No nos perdíamos un cumpleaños de quince, ni un baile en el club, los sábados. Fue en uno de esos bailes donde Julia conoció al cadete de la escuela militar, que después sería teniente, capitán, coronel, mayor, semidiós, qué sé yo, nunca aprendí esa cuestión de los grados. Cuento los galones cuando me cruzo con una chaqueta que los va cargando, y me estremezco, de modo proporcional a la cantidad de galones.

En el mismo club yo conocí a Pancho, pobre mi Panchito, que se murió de pena. Pancho y el novio de Julia eran muy distintos. Jamás hubiera podido fijarme en su cadete, y ella me decía a veces, qué le ves a ese pobretón. Nunca pude explicárselo, y sin embargo era tan fácil.

Pancho y yo entramos un día de lluvia en el Registro Civil. Me molesté mucho, porque los zapatos nuevos se embarraron, pero Pancho dijo: es bueno que llueva hoy, esto simboliza la fertilidad de nuestro hogar. Pobrecito, un solo hijo, y ya no está.
Julia se casó con toda la pompa, en una iglesia de Pocitos, no sé cuál, porque no fui. Me pidió que no llevara a Pancho, que era muy mersa me dijo, muy poco elegante me dijo, no te enojes me dijo, pero a Gregorio no le cae bien. Ésa fue la primera fisura, aunque hubo otras antes, pero no nos dábamos cuenta; al menos yo no me daba cuenta. Esa vez sí, un estilete fino trazó líneas hondas en mi vientre. Unas ganas de salir corriendo y abrazar a Pancho y borrar todos esos años en que Julia y yo éramos amigas, buenas viejas amigas.

Julia se mudó enseguida. Se fue a vivir a Carrasco, en una casa que les regaló el padre de Gregorio. Vi la foto una vez, en la página de sociales de El País.
Pancho y yo nos quedamos en el barrio. Vivíamos en una casa muy linda, y pagábamos un alquiler bajo. Pancho cuidaba el jardín del frente, porque decía que cómo puede ser posible la vida sin flores. Había un dormitorio para nosotros y otro para el hijo que esperábamos. Y hasta un altillo, donde Pancho tenía el taller. Hacía carteles de propaganda y, como a escondidas, pintaba paisajes con unos colores que a mí me parecían chillones, pero igual le daba permiso para colgarlos en todas las paredes. Cuando nació Ramón, la vida nos dirigió una mirada indescifrable y lo tomó a su cargo, como para suavizarle los llantos. En cuanto Ramón dio dos pasos sobre sus propias piernas, echó a andar detrás del padre. Lo imitaba en todo: en el oficio de pintor, en su modo de caminar, en sus frases. Yo los miraba los sábados de tarde, salir de casa con las cañas de pescar y el tarro de lombrices, y parecían mellizos, si uno no tenía en cuenta el tamaño y la edad.

Y ahora Julia está allí, y amontona latas. Y yo resuelvo finalmente hablarle, antes de que se escape.
-¿Cómo estás, Julia?
-Hola, tantos años. Qué milagro verte aquí.
-Y, Montevideo es chica, es difícil ocultarse.
Me parece que tragaste saliva, no estés en guardia, no llevo armas, salvo las palabras, listas preparen apunten hagan fuego, pero no te preocupes, no las diré.
-¿Tu familia?
-No tengo, soy viuda y vivo sola.
No sé para qué preguntás, todos los días durante años te lo dije, con palabras que estallaban rabiosas en mi cabeza, con las manos cansadas de colgar vacías, los ojos ardiendo sin lágrimas, con odio, con lástima de vos.

-¿Murió Pancho? No lo supe. Gregorio también falleció, hace ya cinco años.
No te atrevas a compararlos, el féretro de Pancho no fue cubierto con la bandera. A lo sumo, sus compañeros lo acompañaron caminando hasta el Cementerio Norte. Y juraría que estás aliviada de haberte librado del tuyo que te dejó una buena pensión una casa un prestigio social un ambiente inmundo; que te dejó certezas y miedos y atropellos y algún golpe, posiblemente por aquello de la obediencia debida.

-¿Vivís cerca?
-No.
Pero qué me estás preguntando decime lo que sabés hablame de Ramón contame amiga vieja amiga que en algún momento sentiste dolor por mí, contame que te queda vergüenza confesá que viviste una vida estúpida que en el fondo hasta me envidiás te enloquece verme caminar con firmeza mirar a través de un cristal límpido mientras vos no te animás a mirar en el fondo de mis ojos.

-Bueno, sigo, porque tengo poco tiempo. Te dejo mi tarjeta para que me llames cuando quieras
Y me pasás este rectángulo idiota, con tus apellidos rimbombantes y teléfono y correo electrónico y letras góticas y minga que te voy a llamar. Y no quiero privarme de lastimarte.
-Gracias. Cuidate. Estás muy flaca, muy pálida, tenés mal aspecto. ¿Has visto al médico últimamente?
Te veo palidecer más, ensombrecerse tus ojos con un miedo que no lográs ni manejar ni ocultar. Te da miedo la muerte, verdad. Te da miedo el dolor, pero sólo te asusta tu propio dolor. Sí, amiga, vieja amiga, eso es el miedo. Es feo, uno quiere escapar de esas rejas. Pero, sabés, a veces no te dejan escapar. Ni dios tiene poder para abrirte la celda.
-¿Es cáncer?
La palabra es una inmisericorde picana; hacés un gesto, no sé desde dónde, si con la cabeza, con los hombros, con el temblor que te sube por las piernas, con un velo de agujas que de golpe se clavan en tu frente, en vez de hacerlo como siempre debajo de tu cintura sin hijos tuyos ni nuestros.
Acordate, cada vez que sufras las torturas que el cáncer ejerce contra tu vientre, acordate de mí y de Ramón. Y de mi pobre Panchito, que se me murió de pena. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.



MINI BIO (desde URUGUAY)
Raquel Méndez, nació, creció y allá está. A los 12 años era tímida. A los 19, enamorada. A los 27, audaz. A los 35, pasional y madura. A los 48, inmadura y alegre. A los 60, inventora de caminos. A los 80…ah, no, es cierto que todavía no llegué.
Raquel escribe desde que recuerda. Canta en casa todo el tiempo. Y lo que más le gusta es reunirse con amigos, leer sus textos, cantar, reír, tomar cerveza, contarse de sus amores y desamores, a veces llorar, para volver a reír. También le gusta el silencio, la soledad, y los secretos.
Tengo grandes amigos, la mayoría menores de 40, porque la gente, nunca supe por qué, envejece agria y celosa, y yo soy dulce y compinche. Ésa soy yo. Podría dar más datos, pero para qué.