20090214

mi derecho de ser cursi


¿Quién no ha hecho el ridículo en su legítimo y soberano propósito de enamorar o retener a alguien? ¿Quién no ha protagonizado, siquiera una vez, un episodio sentimental entre cómico, patético y absurdo? Todos tenemos memorizada nuestra propia colección de huachaferías y torpezas. Todos sabemos muy internamente de qué bobadas conviene arrepentirse.Ahora que estoy solo, sin novia, me gusta matar el tiempo examinando mi pasado, tratando de proyectarlo en mi cabeza como si fuera una película muda. Me resulta útil verme a mí mismo en cámara lenta, cuadro por cuadro, porque así puedo detectar cuándo y dónde fue exactamente que metí la patota. Cierro los ojos, enciendo el proyector y la película avanza en el ecran plateado de la ficticia sala de cine de mi cerebro y ahí estoy yo –siempre tan mongo, tan apresurado, tan kamikaze– sufriendo punicamente los estragos de mis más geniales estropicios amorosos.

Ese ejercicio puede sonar medio masoquista y delirante a la vez, pero me ha permitido reconocer que hay decenas de cosas de las que indudablemente me avergüenzo y arrepiento. Quizá ventilarlas aquí sea una manera de exorcizarlas.Me arrepiento, por ejemplo, de haber abierto mi bocota para decir ‘te quiero’ cual ametralladora, tan repetida e indiscriminadamente. Hoy ya sé que es mejor dosificar esa expresión (pero, claro, la sabiduría –como dice García Márquez– llega cuando ya no nos sirve para nada). Me arrepiento también de haber querido ser el enamorado ideal, el perfecto, atento y valiente Robin Hood de Lady Marion, el chico Karate kid enamorado.Me arrepiento de haber compuesto, cantado, grabado y masterizado baladas francamente horrendas. Me arrepiento de haber invertido en comidas y regalos infructuosos; un dinero que me habría servido, tranquilamente, para viajar a las playas de Tailandia. Me arrepiento de haberme vuelto loco de celos. Me arrepiento de haber perdonado traiciones y, desde luego, de haberlas cometido.Me arrepiento de haber regalado más peluches que libros, más flores que discos, más frascos de perfume que botellas de vino. Me arrepiento de la tarde en que dejé de alquilar ‘Ciudadano Kane’ y renté ‘Titanic’ para verla con ella. Me arrepiento de haber bailado algunas canciones de Ricky Martin y haber aprendido de memoria varios temas de Montaner (Dios, lo dije). Me arrepiento de haber escrito más poemas de los estrictamente necesarios (y de haber obsequiado el mismo poema a diferentes chicas, jeje). Me arrepiento de haber querido impresionarla haciendo piruetas en el carro para, dos horas más tarde, acabar en una comisaría, dando explicaciones por haber provocado un triple choque (y sin licencia de conducir). Me arrepiento de haberme obsesionado con un par de causas perdidas y de haber querido forzar al destino a que juegue a mi favor.

Finalmente, me arrepiento de arrepentirme tanto, y sospecho que hay algo inútil detrás de estas seiscientas palabras. Uno siempre se repite, siempre vuelve a embarrarla y nunca –pero nunca– aprende la lección. Te castigas con grandilocuencia diciendo “pero cómo pude ser tan idiota de hacer eso”, pero en el fondo sabes que, tarde o temprano, si te enamoras, volverás a cometer todititas las tonteces (tonterias mas cojudeces), una por una. Tu naturaleza así te lo demandará. Creo que arrepentirse no es un mecanismo para expiar una culpa. Arrepentirse es solo una manera de volver a equivocarse.


© 2008, J.L. Ramos