20081203

vida de perro


A partir de los cuarenta uno trata de evaluar la primera mitad de la corta vida. Aunque mi promedio de vida, por ser mal nutrido y por haber trabajado excesivamente cuando no era necesario, quizás alcance los sesenta. Me falta poco entonces. Es así como de pronto pensé en aquel tiempo que quise ser feliz sin lograrlo y que hacía todo lo posible para formar un hogar, con alguien que no lo deseaba (quizás en el fondo yo tampoco), un hogar como el de los vecinos. Fidelidad a discreción, dos carros en la puerta, dos hijos, tres perros, un gato. una amante (una sólo).Trabajo seguro y; sobre todo buen salario...

Salimos temprano de Baarn, un día de invierno, con dirección a Appeldoorn. No hablamos durante el camino. Estábamos nerviosos. Llegamos a la granja y encontramos una perra negra y seis cachorros. El que nos gustaba ya tenía dueño. El segundo, de nuestra preferencia, era totalmente negro como su madre (labrador), producto de una aventura amorosa con un pastor alemán.

No teníamos hijos, nunca los tendríamos. Bruno sería nuestra compañía, predilecta. El conejo y los pajaritos no eran suficientes. Tenía dos meses y medio cuando lo adoptamos, y lo cuidábamos como si fuese un bebé. A veces hasta dormía con nosotros, en nuestra amplia cama redonda, de agua.

Nos acompañaba a todo sitio y hasta el miedo de caminar cerca al cementerio en la noche, se había disipado, estando con Bruno. Le pusimos Bruno pues de alguna u otra forma me hacía recordar al joven italiano que trabajaba en la pizzeria Contini, en el lejano Groningen. Un italiano chusco, oscuro y peludo, como mi perro.

Viví tres meses solo con Bruno en Terschelling. Todos los días íbamos a tomar café al Zeezicht y después caminábamos horas por la playa. Bruno fue testigo de aventuras amorosas pasajeras. Hasta se comió medio calzón, de alguien que prefiero no recordar. La mujer en cuestión no quiso ver más a mi perro, a mí tampoco. Bruno nunca se enfadó conmigo. Él siempre atendía mis órdenes.

Bruno iba hasta a mi trabajo, en Ámsterdam. En la oficina había colocado su cama debajo de mi escritorio y se la pasaba durmiendo. No molestaba a nadie excepto cuando estaba lleno de gases y la flatulencia incomodaba a mis colegas. Yo sólo me limitaba a decirles que era algo natural, una necesidad fisiológica, soltar pedos. A veces no aguantaba llegar hasta el parque y se cagaba frente a las vitrinas de las prostitutas, quienes parecían en silencio protestar con señales confusas, levantando las manos como diciendome con ese olor a mierda voy a perder clientela. Y efectivamente algunos veían a mi perro en plena faena y caminaban a paso firme hasta la siguiente vitrina.

El amor a los perros empezó aquí, en Holanda, primero cuidando a un setter irlandés que era un perro educado y me acompañaba en silencio al Metamorfose y hasta al Benzinebar sin hacer ningún problema. Gringo, como se llamaba el perro, me hizo aprender a querer a los perros. Por que nunca ladraba. En Lima nunca quise a los perros. Al contrario los correteaba a pedradas y hasta alguna vez hicimos pelear perros para ganar un poco de dinero para comprarles su comida. Sopa de camote o sopa de todo lo que quedaba en la olla, primero comíamos nosotros. Otras veces dejábamos a los perros en las calles para que ellos mismos busquen sus alimentos en la basura o en cualquier otro lugar. Muchas veces nunca regresaban, con frecuencia eran atropellados y se quedaban allí tirados en la pista hasta que desaparezcan lentamente. La pestilencia no era una razón para enterrarlos. Se habían vuelto parte de la pista.

Bruno se alejó de mí o mejor dicho yo me alejé de él. Al separarme de ella, mi mujer. Se quedó con Bruno aduciendo que yo no tenía un lugar adecuado para vivir con él. Ella tenía razón. Acepté mi destino sin Bruno, con dolor en mi averiado corazón.

Para compensar su ausencia, años más tarde, quise llamar Bruno a mi primer hijo, pero mi nueva mujer no quería que su hijo tuviese nombre de perro. Mea culpa, por decirle el nombre de mi perro.

Bruno vive feliz, seguramente, en una casa amplia, que no es la mía y corre y salta a lado de mi, ahora, ex-mujer. No he visto a mi perro desde hace más de siete años, pero pienso en él de vez en cuando, de las travesuras que hizo de joven, de comerse mis mejores zapatos ó de cagarse en plena vía pública en presencia de un oficial de la policía. La multa fue menos dolorosa que la vergüenza. O quizás ya está enterrado, en un cementerio para animales. Se lo merecería.


© 2008, R. de López