Joven moderno.
Por Rómulo Meléndez.
Viví un tiempo en un ático polvoriento sobre los canales viejos de la capital, con seis ilegales sudamericanos y un inglés que parecía salido de un sueño gris. Los sudamericanos eran peruanos y vivían en un humo constante, marihuana en la mañana y en la tarde, en la noche follaban con rubias indecentes que gritaban como trenes en túneles de neón. Yo era el único con trabajo, el único con horario, el único que regresaba con bolsas de comida regalada por Mark and Spencer, esa catedral del desperdicio gourmet. Las sobras, sí. Lo que ya no tenía etiqueta ni valor.
El inglés. Hombre callado, delgado como una cuerda. Tocaba la guitarra en el mercado de pulgas de Waterlooplein, riffs suaves entre antigüedades y almas rotas. Nunca hablaba. Sólo regresaba, desaparecía en su habitación y ponía Depeche Mode como si fuera un mantra eléctrico. Siempre el mismo volumen, la misma canción, la misma rutina como un insecto atrapado en su propio eco.
Un día, empujado por la curiosidad entré. En la habitación había cuatro muñecas. Chicas de plástico, con miradas pintadas y bocas entreabiertas como si estuvieran por decir la verdad del universo. Todas con minifaldas cortísimas y sin sostén.
—Soy poliamoroso —me dijo sin mirarme—. No comparto mis chicas con nadie.
Y me largué. Porque había algo en su voz que era más que voz, era peso que no quería cargar.
Un día, entró la policía. Sin aviso, sin preguntas. Se llevaron todo lo que no estaba clavado al suelo: colchones, cigarrillos, guitarras, papeles, cubiertos de plástico, un par de botas tejanas, botellas vacías. Todo menos las muñecas. Ellas quedaron destrozadas, esparcidas como cadáveres de una fiesta incomprensible.
Cuando el inglés volvió del mercado, caminó por el lugar como un hombre que regresa de la guerra para encontrar que la guerra había seguido sin él. No dijo nada. Y al día siguiente, no hubo música. No hubo Depeche Mode. No hubo pasos.
Fuimos a buscarlo. Estaba colgado. Quieto. Silencioso. Con la cuerda abrazándole el cuello como si por fin alguien lo hubiese tocado.
Se fue. Porque ya no estaban ellas. Porque la ciudad no hablaba su idioma. Porque a veces el amor es de plástico y la muerte es lo único que nos queda real. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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Comentarios
Muy bien relato, sigue escribiendo Romulo!