Por Karina Miñano Peña.
El día en que perdió la virginidad, Juana se levantó muy temprano con la intención de ser la primera clienta en la única tienda de lencería de la ciudad. Miró el reloj de la cocina y confirmó que tenía tres horas antes de que el centro despertase con su ruido y conglomeraciones. Eran las seis de la mañana y ella ya estaba lista.
Tenía el cabello sujetado por un moño que hacía su nariz y mentón más prominentes. Vestía una de sus pulcras blusas celestes, una falda negra a la rodilla y bailarinas de suela flexible con un elástico grueso sobre el empeine que le permitía moverse con rapidez. Se preparó un café, le puso un terrón de azúcar y un chorrito de leche. Colocó la taza sobre la mesa, se sentó con la espalda recta como una tabla y abrió su agenda frente a ella. Cogió el lápiz y tachó: “ejercitar la lengua”, “mover los dedos para agilizar la escritura en el teléfono”, “aprender el significado de los emoticonos”, “comprar ropa para la ocasión” y antes de rayar “depilarse las cejas, el bigote, las axilas, las piernas y hacerse una brasileña”, se levantó la falda y metió la mano dentro de sus bragas. La suavidad de su sexo sin vello le hizo pensar que el dolor había valido la pena.
Untó mantequilla sobre su tostada y cortó con su cuchillo un pedazo que luego llevó a la boca con un tenedor. Volteó la página y repasó sus tareas para ese día: “comprar un set (slip y sujetador, preguntar por consejo a la dependienta)”, “sacar dinero del cajero”, “almorzar ligero”, “no tomar mucha agua”, “comprar máscara y brillo de labios”, “paracetamol”, “llevar las pastillas en el bolso”, “buscar la dirección en Google”, “pedir un taxi para la ida y otro para la vuelta”. Pensó que olvidaba algo. Cortó otro pedazo de tostada y recordó. “No llevar la agenda en el bolso” y “practicar frente al espejo una sonrisa sexy (buscar en internet algunos ejemplos)”.
Se levantó, recogió la mesa, lavó y guardó los platos. Antes de salir de la cocina, confirmó que todo estaba en orden. Apagó la luz y subió a su habitación. Sobre la cama reposaba la ropa que compró el día anterior. Una minifalda azul, una blusa color salmón con un hombro descubierto, un sobretodo negro, pantimedias color bronce, un bolso pequeño. Los zapatos de tacón alto los había comprado dos meses antes de ir a la fiesta de los olores, y desde entonces practicaba caminar con ellos. Luego sacó un joyero de uno de los cajones de su cómoda. Unos discretos aretes de perlas, una cadena de oro y dije de mariposa le recordó a su madre. Sonrió y puso el cofrecito sobre la cama a un costado de la ropa. Hizo un repaso y cayó en la cuenta de que no tenía perfume. Vio la hora. Tenía tiempo para una búsqueda rápida. Abrió su agenda y anotó “comprar perfume”. Antes de salir de su habitación, se volvió y notó que todo estaba en su sitio. “Perfume para estimular los sentidos” tipeó en el buscador. Cerró los ojos para traer a su memoria el olor de aquella camiseta y como si quisiera atraparlo cubrió su puntiaguda nariz con sus manos. Un hormigueo le recorrió la espalda y suspiró.
La cita estaba hecha para las ocho de la noche. Tenía muchas horas por delante. Juana estaba entusiasmada, nerviosa. Le tomó casi un año conseguir la entrada a esa fiesta tan especial. La astucia de la verdulera de su calle, su única amiga, hizo que recibiera la invitación a la novedad del momento. Mientras Juana miraba a través de las ventanas del autobús evocó aquel evento de reglas simples y estrictas. Las mujeres podían oler todas las prendas empapadas de los humores varoniles, pero debían escoger solo una, la que más sensaciones les produjera. A ella le gustaron todas. La fiesta de las feromonas ofrecía dos posibilidades para continuar el juego: escoger una de las camisetas y proponer una cita, con la posibilidad de que fuera rechazada; o, atreverse a comprar una cita con un fin específico. Juana no lo dudó ni siquiera un instante. Cada noche en su cama Juana se acordaba del olor de las prendas a en la que hundió su cara y se imaginaba el cuerpo que había sudado la remera escogida. En su mente se mezclaban el aroma de la madera, con sudor y loción para después del afeitado. Cuando iba por las calles observaba a los hombres con los que se cruzaba. Altos, bajos, calvos, negros, rubios, asiáticos, morenos, uno de ellos podría ser el de su cita. Un bullicio, la regresó de sus pensamientos y le avisó que el centro estaba cerca. Su amiga, la verdulera, le había dicho que su promesa de llegar virgen al matrimonio no se rompería si ella no se casaba.
Antes de bajar del vehículo, Juana se acordó de que era su cumpleaños. Cumplía cincuenta y ya no consideraba a sus deseos como pecaminosos. Por el contrario, estaba decidida a probar todo aquello que su promesa le había impedido. DEBAJO DE LA PLUMA. CíRCULO D.M.
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