20200619

Volver a casa - Lilia Garrido







Veo la vida como una escuela, y siempre tengo la tendencia de querer saborear antes de tiempo el siguiente capítulo. Como a todos, el último capítulo, no sólo era inesperado, ha traído consigo montones de sorpresas y descubrimientos sobre nosotros y ese universo escondido que nos rodea, nuestra casa.


Durante ocho semanas salí contadas veces muy temprano para comprar

alimentos y un par de veces a caminar mientras otros dormían. Después de cruzar las primeras resistencias, con sabor a laberinto, aterricé en un mundo como el de Alicia en el país de las maravillas. Si, aquí en mi propia casa. Este nuevo mundo que se ofrecía a mis pies, podía tomar forma y color según mi antojo. Cada muro podía convertirse en mural y los muebles en diferentes posiciones creaban nuevas formas y funciones. No había límites, mi casa se había convertido en una juguetería gigante. 


Ante la invitación a sumergirme en lo que antes no era más que un aeropuerto de llegada y de salida para mi, pense que era importante que este tiempo de juego y creatividad fuera acompañado por un proceso interno. Llegó a mis manos el libro perfecto para este momento en mi vida, con pandemia o sin ella. "We walk the path together" (Caminamos este camino juntos). Con un lenguaje muy sencillo y desde experiencias personales, un amigo va subrayando los puntos en común entre las diferentes espiritualidades, occidental y oriental. Durante mi desayuno leía una oración, tal vez un párrafo y paraba. Esto ha ocurrido durante semanas, donde sentía moverse algo dentro de mi, me detenía, no había prisa alguna.

Este tiempo de pandemia, sola en casa, ha sido como si el techo se hiciera a suelo y mis espacios de movimiento físico, mental y espiritual hubieran adquirido nuevas y vastas dimensiones. Aquí mismo, dentro de mi casa. El panorama afuera no era posible de digerir, así que ajuste el lente y miré hacia adentro, mantener la cabeza fuera del agua, era entonces el plan a seguir. Parada, ante un tiempo sin agenda, sin pausas ni delimitaciones una página en blanco donde sí más opciones, opté por sumergirme. Comencé por saborear esa lista interminable de cosas que me hubiera gustado hacer si hubiera tenido tiempo, y que nunca había llegado a la otra lista... la lista de las prioridades. 

Mi primer proyecto fue un mural en mi recámara. Harta del azul turquesa que me empalagaba cada mañana, tomé mis acrílicos y previendo escasez, una esponja, para aprovechar hasta la última gota. En cuestión de minutos aparecieron estas figuras como notas gigantescas caídas de un pentagrama roto.

Al siguiente día, busqué la pieza más pequeña, una bisagra. Mi mural necesitaba, ritmo, estaba la melodía pero hacía falta un compás, en un color que no era más que una interrupción en los otros, comencé a poner cada dos centímetros esta pieza de forma segura y definida alrededor de cada una de mis notas gigantes. En una mañana cada una de las piezas estaba rodeada de esta estampa uniforme, interrumpiendo de manera sutil el color menos deseado. Acabé, no me encantó. Más que el mural, me sorprendió mi capacidad de atención al detalle, cuando el horizonte se promete a la vuelta de la esquina.

Seguí con una pintura que pronto se convirtió en un rompecabezas, con más de 200 piezas diminutas agregadas para traer un poco de luz a esa obscuridad.
Cuatro días de trabajo donde el tiempo fluía, y la mañana se hacía tarde y la tarde noche. Mi otro yo me observaba y le oí decir: "Déjala! Así estará la ansiedad! Déjala! Que se canse como pueda". Habiendo crecido con una mamá, ama de casa, me fue claro desde pequeña que quería ser cualquier cosa menos eso: ama de casa. Vivir, lo que yo veía, como una existencia a la sombra de otros, no era lo mío. Yo iba a trabajar. Inclusive cuando me casé, con toda claridad mi esposo y yo acordamos que yo trabajaría y el cuidaría de los niños.

Cuál sería mi sorpresa, cuando realicé ya estando embarazada, que los pechos y la leche estaban anexados a mi cuerpo. Viviendo y trabajando en un cantón en Centroamérica, amamantar era para mi, la unica manera que mis hijos pequeños podrían sobrevivir la cantidad de epidemias que nos visitaban cada año: meningitis, cólera, conjuntivitis hemorrágica y otras misteriosas e igualmente peligrosas. Además de lo higiénico, dar de mamar, me ahorra chupetes, mamilas y biberones durante sus primeros años en un contexto donde literalmente caía Tierra blanca, el nombre del cantón, desde las tejas. 

Esta lógica me tomó seis años entre embarazos y amamantamientos. Hacia mis cositas desde casa pero desde pequeñitos les advertía a mis hijos cada vez que podía: no soy sólo mamá!También soy una persona, también soy una mujer!, y ellos me miraban sin decir nada, tal vez intuyendo un grito interno de libertad no consumada. Y así peleé conmigo mismo y mi naturaleza, mis actividades extra curriculares durante sus primeros años. 

Alergia total a la cocina. No sólo por herencia, porque a mi mama tampoco le gustó cocinar y menos para nueve personas. Mis comidas han sido una repetición de seis menús aprobados, o un ensamblamiento de ingredientes y la disciplina de que uno come, quiera o no, porque hay que mantener el cuerpo en vida. Pero siendo la vida compasiva y generosa como es, tuve un encuentro Zen con mi amiga de la preparatoria:
Lesbia, que vino a visitarme. No solo me enseñó a hacer un sofrito, "base para todo lo demás", como bien me dijo, pero con la elegancia de un director, planificó, organizó, y dictó paso a paso mientras cocinaba varios platos simultáneamente.
Su copa de vino tinto y su risa a flor de piel mientras trabajaba maravillas en mi cocina. Yo seguía instrucciones ciegamente. Primero, lavar todo, luego, cortarlo chiquitito, y así se pasaron las horas. 

Habiendo tomado apuntes y saboreando todavía, no sólo el resultado pero también el proceso, he podido repetirlo una y otra vez esta pandemia y he podido saborear, literalmente mis comidas. El otro dia, lo declare el clímax de mi pandemia, porque me encontré haciendo algo que sólo había visto hacerlo a mi mamá y a otras como ella y no lo comprendía. Empecé a tallar un sartén y descubrí el brillo detrás de las capas quemadas por la lumbre. Y, en la medida que más brilló descubría, más quería yo seguir tallando. La satisfacción que sentí es indescriptible. Es como si el sartén y yo nos hubiéramos hecho amigos después de convivir juntos 20 años en la misma casa. Pos fin aliados, cuando apenas hace unos días y durante los últimos cincuenta años, no sabía que su presencia podía tener algún significado en la mía. El cariño que los instrumentos, las máquinas muestran cuando uno los trata con cariño. Tengo una
licuadora 20 años que está de tantas maneras rota y remendada. Y juro cada vez que la uso, que esa será su última vez. Pero se niega a morir... y yo... me niego a buscar otra. Eso he descubierto, esta alianza, amistad, entre las cosas que usamos, o más bien que nos permiten usarlas... y nosotros. 

Otro descubrimiento inesperado surgió después de avisar a mis hijas que ante una posible escasez, sus regalos no debían incluir dinero. La más pequeña espontáneamente, vió entre mis telas una cortina gruesa que compré por un par de Euro's en HEMA, y me dijo: hazme una chaqueta de ahí. Ante esta situación extraordinaria que vivimos, me porte extraordinariamente y acepté el reto, sin tener la mínima idea hasta donde me llevaría esto. 

Mi costura es mínima, por no decir nula, hace seis años no tocaba la máquina de coser. En aquel tiempo, en un cambio de tela, la puntada se aguadó y me di por vencida. No la volví a tocar.
Esta vez, voluntad, un par de tutoriales y la nobleza de la máquina de coser, regalada por mi amiga Patricia, costurera de telas y corazones, comenzó a funcionar, como si nuestra interrupción hubiera sido una coma y no seis años. Esta aventura absorbió casi tres semanas, a menudo con más de ocho horas de trabajo al dia. El cuello solamente cinco días, bueno los cuellos, porque fue un proceso más largo de lo esperado! Cuánta matemática, geometría! Cuánta exactitud hay en este arte! Cuántos errores pueden haber a cada paso. Ha sido un camino casi inolvidable. Con la parte plegada donde se cuelga la cortina y unos últimos retazos, hice un cinturón fallido, pero hecho. Lejos de ser un diez, parece si un saco! Y he hecho prometer a mi hija que este regalo se colgará por generaciones en su closet, el de sus hijas y el de sus nietas. La primera y última chaqueta de la abuela. "Rebasaste nuestras expectaciones", me dijo sonriendo. Nunca he dedicado tanto tiempo para terminar algo bien. Siempre he preferido las impresiones, porque requieren de menos detalles. Pero parece que sin la presión de estar desempeñando algo con fecha límite, me he encontrado disfrutando y descubriendo mundos vastos nunca antes recorridos, menos aún, saboreados. 

Esta experiencia me ha hecho realizar que cada una de las prendas en esta temporada, principalmente pijamas que me he puesto, han sido cautelosamente diseñadas, ensambladas cosidas por alguien. Alguien, palabra casi sagrada en mi memoria que me hace recordar esa anécdota:.... diga a alguien que estoy aquí, dijo una vez un pequeño en un hospital de Nicaragua, al doctor en guardia, en una noche de Navidad antes de que él partiera a casa, y desde entonces viaja conmigo, en mi pensamiento. Pues un alguien como él, hizo cada una de mis prendas, de pies a cabeza. No sólo el reconocimiento de todas estas personas, pero también la realización de lo invisible que este esfuerzo ha sido antes mis ojos. 

Y mientras lo invisible va tomando forma, se va cuajando una reconciliación con mi mamá en mi memoria. Recuerdo que llegaba yo de niña esporádicamente a verla y le decía: mami, estoy aburrida. (Uno de siete niños con un año de diferencia). Ella me sonreía y sacaba su cajita mágica... daba yo tres puntos de cruz a las mismas servilletas que aún existen y que jamás terminamos porque para eso estaban, para durar mientras fuera necesario. Y luego, me iba a jugar. Mi abuela nos hacía guantes de piel, y vestidos iguales a las cuatro niñas, sin contar los otros 20 nietos. Mi mama tenia las manos llenas con siete bichitos, como dicen en Guatemala. Solo en preparar la comida, se le iba el tiempo. Cuando pregunté a mi otra hija que quería de regalo, digna hija de su madre, me dijo: no quiero cocinar en mi día. No solo eso. Me pidió empanadas colombianas. Famosas empanadas que vendían al terminar la misa cada domingo y mis hijos corrían detrás de la vendedora para saborear con la mirada y de vez en cuando compartir una. Jamás se me había ocurrido pensar en hacerlas, estaban totalmente fuera de mi liga, pero tuve una pequeña experiencia con mi gurú cocinera: siguiendo un tutorial las hicimos, o más bien dicho, las hizo... yo corté las verduras y deshebré la carne… horas y horas de trabajos forzados. Ahora el reto era yo hacerlas. 

Nunca he apreciado tanto la tecnología como estos dias: tutoriales, whatsapp, zoom y todas esas maravillas que ponen el otro mundo a nuestro alcance. Vi un tutorial, notas, hice una table minuciosa, porque, que son empanadas sin salsa. Lo repartí en varios días. Entré en una carnicería por décima vez en estos veinte años y pedí la susodicha draadjes-vlees. Anticipando la emoción de este reto aparentemente insuperable, puse la carne en ollita de presión y efectivamente salió suavecita. Deshebrarla es lo único que hice mirando la tele, rompiendo con el loable patrón de hacerme presente en lo que mis manos hacen. 

Por naturaleza, sobrevivencia o ansiedad, siempre ha ido mi cabeza dos pasos adelante de lo que hacen mis manos. Muy apropiado si estás coordinando algo; terrible cuando cocinas, conversas o haces otras cosas de esta manera. Mi inspiración fue "Como agua para chocolate", ese libro donde cada capítulo lleva una receta y una carga magnética. Esto no lo dice así, pero lo insinúa. Tu sentir se refleja en lo que haces, entonces tristeza enfermaba a los invitados y alegría les transportaba a otros lares. Con esto en mente, a la hora de diseñar empanadas, no sólo puse los ingredientes culinarios, también puse cucharaditas de sorpresas y buenos deseos en cada una de ellas. Comenzar es difícil. Cada veinte, tomé un descanso. Después de 40, paré. Y al siguiente día, con lo que sobrada pude hacer otras 15.

Lo que más me gustó, fue que al planificar y escribir en una tabla lo que quería lograr, incluyendo dos salsas, los ingredientes que coincidían prácticamente se alineaban juntos, y de alguna manera todo empezó a fluir armoniosamente desde ese momento. En medio de mis proyectos aparentemente manuales, porque descubrieron tener mucha cabeza y corazón, mi hijo me pidió que le echara una ojeada a su tesis. No tanto por el contenido sino por el idioma. 

Yo emocionada con esas mociones inesperadas de esta época, tomé mi rol muy en serio. Un centro comercial, un comportamiento adecuado según la planificación del espacio y un personaje. Un personaje real y mítico a la vez, que irrumpe y desquebraja esquemas. Que incomoda la mirada y ridiculiza lo convencional.
Humaniza lo esterilizado y transforma lo común... como el loquito del pueblo, así de sencillo y así de radical. Y mi hijo, con ojos para mirarlo, reconocerlo y dejarse inspirar por él. Desde ahí ver que cambios se pueden hacer en este lugar bidimensional para crear un espacio vivo y acogedor.

Dispersa he vivido, ....dispersa. Mi cabeza en un lugar y mi cuerpo en otro... al grado que cuando dije a mi fisioterapeuta: soy un "kip zonder kop"... (un pollo sin cabeza), se rió y me dijo: no, todo lo contrario… eres un "kop zonder kip"... un cabeza sin pollo, sin cuerpo. En esta sencillez de estas semanas, sin expectaciones, ni presiones... En esta desnudez de un momento presente, sin promesa de un mañana... En esta quietud,...ojo del huracán de la pandemia... En este momento presente...

Volví a casa, a casa con mi madre, a casa conmigo misma, a casa con los míos y con todo y todos los que me rodean y dignifican mi existencia. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.