20200525

La daga - Reynaldo Bernal C.







                                                            A Santiago.



Afilada y dura, penetra justo entre los omóplatos. Manso
reflejo emite la hoja. En su encargo de romper el tejido
blando, el puñal obediente abre camino con precisión;
irrumpe lentamente, casi como si se enfundara en su propia
vaina. La boca perteneciente al cuerpo lesionado dibuja una
mueca de dolor árido en tanto que se abandona muda al
trágico destino.
Encorvado, el cuerpo mustio se funde lento a la violencia de
la cuchillada mientras la mente, trastocada, se dispersa en
recuerdos de su único hijo. En los laberintos de la memoria
halla al pequeño trepando por el corpachón de su espalda
para terminar afianzado en los hombros. La imagen,
matizada por el sol de una tarde lejana, regresa y se instala
frente a sus ojos con la nitidez del presente aciago, con la
solidez de lo real. El niño extiende alas de avión imaginario
y el padre oye la risita desvanecerse lenta, serena, en los
azogados aires de agosto.
Dócil, el brillo acerado avanza en su quehacer infame. El
pequeño salta ahora a un columpio brisado por él. De nuevo
brota su risa; bulle tibia igual que la sangre que mana de la
espalda del desdichado. Un centímetro más. El niño, algo
mayor, sale por la puerta de la escuela cargando sus libros.
El mandil escolar, ornado de figuritas de colores, se recrea
con la luminosidad que a esa hora pasea por la acera. Sonríe
pequeño, tu padre está aquí, sonríe a la cámara, ¡clic! Él se
abalanza. Los brazos lo reciben vigorosos, amorosos, sin
angustia, con entrega. La sonrisa maternal se margina de la
escena, y él tiene tiempo de rememorar la razón: ve a la
joven madre tomada de mano extraña, huyendo de los dos
en, quizá, cobarde desbandada.
Transcurren milésimas. La punta aguzada sabe que el
corazón es el objetivo, y acecha. ¿Qué será de mi pequeño?
El hombre intuye cercano su final pero es el destino incierto
del hijo lo que nubla el estrecho cerco de lucidez, de juicio,
que aún le queda en el instante mismo del desenlace. La
consistencia del metal, casi hasta la empuñadura, penetra, y
la mano en ella es vital y aprieta fuerte. Arrastrado se siente
el hombre por un arroyo de tiempo enfangado y advierte
ahora que el pequeño no es su pequeño, es un joven que se
recibió con distinción de la universidad; un hombre ya, feliz
y bien criado, orgulloso del mejor papá; que aún en su
ausencia habrá de ser persona de bien, agradecido por sus
fatigas. Y sonríe para sus adentros, como solo puede un
moribundo que le cumplió a la vida que abandona. La
sonrisa no reverbera en los labios, se difumina en el alma,
tornada en regocijos de plenitud.


Habría de morir tranquilo de no ser porque recuerda, en el
segundo final –justo al expirar su último aliento– que antes
de hincarse, anciano, para destapar el sifón del baño, hizo la
cama de su hijo y advirtió, bajo la almohada, aquella extraña
hoja de metal. La misma que ahora le rompe el corazón y lo
lleva a morir sumido en la más viscosa de las tristezas.

Escrito en el 2016. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.