por Miguel Rodríguez, corresponsal d.m. desde Francia, para el populorum.
Quisiera, de un solo vistazo detallista y panorámico, aprehender el mensaje de belleza propuesto, con renovado brío, por el poeta de Hotel Universo. Pero no. Rápido me doy cuenta de la amplitud del registro, me doy cuenta de que la lectura puede ser mútiple, como si necesitara serlo para expresar la unidad del libro, con su aspecto compacto y prismático.
Hay una neta impresión de totalidad en el condensado cuaderno. Como las ondas radiales, la sintonía está en el aire y su recepción o captación depende de la sintonía de cada quien, de cada lector, de cada radio transitor como los de antes, pues el ámbito donde transcurren gran parte de los poemas es de sol azul, de gran luz invencible… Allí se alternan altos momentos de fiebre. En Hotel Universo la luz, la divina y terrible luz del Mediterráneo, es una presencia constante, el poeta sólo la transmite, la divulga, tal es su función, sin olvidar su anverso la no-luz, la noche, esa que según Nietzsche también es un sol… ¿Es la noche un sol? Pero claro, responde el poeta, la noche también es un sol. En los repliegues de este cuaderno mediterráneo de alto vuelo, se esconden los seres mitológicos, los héroes, los dioses, y también su antípodas, nosotros, los laboriosos y preocupados humanos.
Es necesario mostrar la punta del iceberg de un detalle muy significativo: la supresión de los signos de puntuación. A mi entender, el objetivo es el de reforzar en sí mismo y por sí mismo, sin muletas, sin sillas de rued as, sin guillotinazos ni pausas a veces malvenidas, sin nada, el vigor y la desnudez del verso, su capacidad de ser sí mismo, su otra manera de decir o sugerir lo aparentemente escondido. Por ejemplo, el primer poema, Restos del cielo. La eliminación de la puntuación oculta una enumeración evidente: diamantes, muchachas, guerreros, monstruos, balleneros, corrientes submarinas, cantos, la noche, la transparencia, la felicidad, el mar, la existencia. Y sigue la corriente, ya estamos en el mar océano, en esa forma de la felicidad, es lo propio del poeta, es lo que lo caracteriza, el ser un niño eterno, un ser con gran capacidad de observación, con gran capacidad de maravillarse, nuestro semejante el niño tiene los sentidos alertas como antenas de sensibilidad que todo lo captan. Ese ser mitológico –el niño no contaminado, tal vez el poeta–, tiene como Ulises, figura recurrente del poemario, la gran capacidad de astucia y travesura, de una forma de inteligencia muy distinta. Este arte de la atención que asocio a las perdidas capacidades de la niñez, es permanente y propio a la interioridad del trabajo artístico… Ahora de nuevo vemos al poeta-explorador con casco de corcho y lupa, con su redecilla para atrapar las mariposas, el mundo fenomenal, abriéndose camino a machetazos en la trocha, siempre avanzando.
En la forma de ciertas composiciones, nos encontramos a menudo con poemas cortados simétricamente en dos partes de idéntico peso específico (Goces del corazón, Una puerta / una ventana, Goce salvaje); en otras composiciones surgen los animales como símbolos de la naturaleza, como presencias preponderantes. Sigo avanzando en la selva olorosa, perfumada, del poemario y me encuentro, yendo y viniendo por el libro, con la imagen espléndida de las sirenas cuyas bocas son cántaros… Sirenas… Según grabados antiguos, no eran seres mitad pez mitad mujer, sino unas aves con garras parecidas a las harpías, que volaban y volaban emitiendo voces que causaban la perdición de los marinos sensibles a ellas… De pronto reaparecen los diamantes, esas figuras de lo invulnerable, en las curvas del océano, más invulnerable aún. Podemos volver a Nietzsche: « Cuidémonos de afirmar que la muerte es lo contrario de la vida, la muerte es sólo una variedad de vida, y una variedad muy rara ».
Confrontado a las composiciones simétricas, que además tienen impacto visual, veo que asoma por momentos el polvo enamorado quevediano, pero también el carpe diem horaciano, goza de cada día, de cada hora, de cada minuto, dice Horacio, de cada segundo, bípedo pensante y hablante, y tú también, tú sobre todo, poeta, lo demás es humo, viento, nada, hasta el polvo quevediano. Luego pasamos a la exquisitez de la comida, esa exquisitez que parece reivindicar la evidencia del carpe diem horaciano, de permanente vigencia, en una visión del caldo primordial (« en el fondo de la marmita océano ») con sus peces y elementos asociados a ese placer fundamental, una de las cinco puertas de los sentidos: el gusto.
Yo he visto cómo ardía el placer en esas orillas
Dorando el puerro y los nabos
Yo te he visto humear de gozo
Al echar cangrejos mejillones arañas de mar
En la melaza de hierbas que bullía en la olla (…)
Como lo expresa en el poema Caldereta. La eliminación de la puntuación contribuye a la cadencia del verso y al poema como bloque; además, lo oxigena y crea un espacio respiratorio libre, y contribuye al fluir del texto, y el poema sigue avanzando como un conjunto aleatorio. El poema sigue avanzando. De nuevo la noche universal. De nuevo el día universal. El poeta nos recuerda, de paso, que el ser verdaderamente religioso puede, o debe, prescindir de la macrocéfala superstición, de las macrocefálicas creencias de toda índole. A ésto se añade la constatación: el mundo, aunque aspire a la paz, no es la paz. El mundo es la guerra, y no cualquiera. Además, es un movimiento constante. Bastaría, parece decir, de fijarnos en los pasos sangrientos de la historia, en los indescriptibles derramamientos de sangre que hilvanan nuestra historia y todas las historias, desde el caldo primordial hasta el día de hoy… En la dureza de la constatación, los dioses griegos apostrofan, pero no dejan de reir. La Medusa puede transformarnos en habitantes de la noche, en habitantes del día, simplemente en piedras. Nosotros, las piedras, observamos el fulgor del sol, el fulgor de la luna. Perséfone, la reina de los infiernos, alimentándose de narcisos, observa.
Avanzo, retrocedo, de nuevo avanzo, de pronto las puertas de la percepción –hemos esquivado el venenoso canto de las sirenas–, esas puertas shakersperianas, esas puertas nervalianas de cuerno o de marfil que nos separan del mundo invisible, por encima del plomo y la sangre de la historia, musa despiadada.
Hay, en Hotel Universo, un respirar convulso y sereno, una voz muy honda y familiar, un soplo de tifón, de tornado, de huracán, y una paz inmutable. La exquisitez del lenguaje que lo expresa nos recuerda que podemos dejar hablar al viento, como en esa visión del poeta errante entre iglesias de pueblo que evocan antiguos templos, antiguos dioses. Por momentos, la voz del poeta se yergue y se hace oir como un canto al mundo, a las galaxias y al cosmos –« Toda poesía verdadera es cósmica » ha escrito Artaud–, al margen de cualquier creencia, al margen de cualquier libro sagrado, al margen de cualquier forma de superstición… Seguimos adentrándonos en la selva fragorosa a golpe de machete, llegamos a las ruinas de una antigua civilización, donde nos detiene la contundencia de la palabra « usura »; de modo semejante, en diversas partes del libro, una sola palabra es capaz de trazar una línea de fuerza; a partir de ese eje, el poema no puede debilitarse ni caer, al contrario.
Digamos que uno puede estar a salvo de los estragos de la historia, pero no de la guerra que se opera en nosotros mismos; digamos que es preciso enfrentar a esos mares de lava que arrastran los dioses y las creencias; así descubriremos, de nuevo, el desconsuelo, el desasosiego, la desesperación, pero también todo lo contrario; así sentiremos, de nuevo, el carácter efímero y cambiante de los seres y hasta de las cosas, pero también todo lo contrario… Seguimos avanzando, retrocediendo, de nuevo avanzando, de nuevo descubrimos la preponderancia de la naturaleza. Ahora reaparece el individuo, solo y despojado, frente a los elementos, de nuevo frente al rumor del verano, ese aspecto mágico de los elementos. Es como si en esos instantes de desgracia o de privilegio, de dicha o de desasosiego, el poeta testigo de su tiempo experimentara la sensación de derrelicto, de barco a la deriva que ha encallado en la arena, como el ser abandonado por el Ser. Así, lanza pedradas verbales contra los nuevos mastodontes, los reactores nucleares. Esta visión desesperanzada, de alta preocupación ecológica, parece decir: nadie escapará al raso nivelador de la ciencia, de la modernidad propuesta por la ciencia. La advertencia dice: la vida está en peligro, simplemente. Después siguen otros periplos, y volvemos al impulso solar.
En este territorio impregnado de olores agradables, de platos diversos, de ingredientes, de guisos, de cielo y sol, todo cocinado al fuego lento de la poesía, percibo la fuerza del ejecutante, la porfía, el tesón, el esmero creciente: una concepción irreductible de la poesía como acto vital. Hotel Universo es otra cúspide en la infatigable labor creativa de Jorge Nájar. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
Bonus track...mini-biografía
Jorge Nájar (Pucallpa, 1946) publicó sus primeros poemas en la revista Hora Zero (Lima, 1970). Ha publicado Malas maneras (1973). Obtuvo el Copé Oro de la II Bienal de Poesía (1984) por Finibus térrea, y el Premio Juan Rulfo de Poesía (2001) por Canto ciego. Toda su obra poética hasta 1999 ha sido reunida en Formas del delirio. Gran parte de su obra ha sido traducida al francés: Le dire du malappris (Correcaminos, 1988), Pérou, contes populaires (Syros-Alternatives, 1989), Le diables rient (Syros-Alternatives, 1990), Toile Écrite (La Différence, 1992), Gravures sur maté (Folle Avoine, 1999) y Figure de proue (Folle Avoine, 2006). Ha publicado posteriormente Allí donde brota la luz (Común Presencia Editores, Bogotá, 2007). Ha seleccionado y traducido una antología de la poesía contemporánea de expresión francesa. En El árbol de Sodoma (Lima, 2007) ha reunido toda su obra narrativa. Vive en París desde 1977.
Jorge Nájar entrevistado en La Casona de San Marcos, por Ricardo Falla.
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Jorge Nájar (Pucallpa, 1946) publicó sus primeros poemas en la revista Hora Zero (Lima, 1970). Ha publicado Malas maneras (1973). Obtuvo el Copé Oro de la II Bienal de Poesía (1984) por Finibus térrea, y el Premio Juan Rulfo de Poesía (2001) por Canto ciego. Toda su obra poética hasta 1999 ha sido reunida en Formas del delirio. Gran parte de su obra ha sido traducida al francés: Le dire du malappris (Correcaminos, 1988), Pérou, contes populaires (Syros-Alternatives, 1989), Le diables rient (Syros-Alternatives, 1990), Toile Écrite (La Différence, 1992), Gravures sur maté (Folle Avoine, 1999) y Figure de proue (Folle Avoine, 2006). Ha publicado posteriormente Allí donde brota la luz (Común Presencia Editores, Bogotá, 2007). Ha seleccionado y traducido una antología de la poesía contemporánea de expresión francesa. En El árbol de Sodoma (Lima, 2007) ha reunido toda su obra narrativa. Vive en París desde 1977.
Jorge Nájar entrevistado en La Casona de San Marcos, por Ricardo Falla.
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