20170728

El amante invisible






En lo que me concierne, al cabo de un período de creación intensa, casi siempre sucede otro de sequía desértica, amigos. Buscando y rebuscando papeles, esto encontré, hay bastante literatura pero el texto tiene su bonitez, su gracia, data de 1989. Incorporé gran parte en mi novela Eva Nibelunga, pero este es el material sui generis. La verdad, estoy sacando a flote, mismo buzo buscador de tesoros y otros fierros –yelmos, espadas, arcabuses,cascos, esqueletos de caballo– todos mis escritos de aquella época ordoviciana hasta el día de hoy, estilo Titanic. Con la ayuda indispensable de los dioses y del poeta Rómulo de Ámsterdam, se perfila la publicación de Sol ebrio, poemario de 1991. Este documento de la Antigüedad clásica lo transcribo tal cual al noventa por ciento, después de pasarlo por la vulcanizadora y la reencauchadora, para esta su forma definitiva.

 

 

El Amante Invisible

 

   He surcado buena parte de Francia y algunos países de Europa con el pretexto de la primera juventud y del asombro causado por las mujeres.

   Las he perseguido por las calles y bulevares de París –pienso ahora, sin razón precisa, en la solitaria del Pont de la Concorde–, hambriento de ternura, en la constancia de la lujuria.

   En Reims, donde estuve a punto de sucumbir a la nieve, donde estuve a punto de ser linchado por una pandilla de iraníes, las he amado en dédalos subterráneos de champagne, en automóviles checos, en la casa de un memorable amigo belga, y en una casa valiente y vieja que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial.

   En Charleville-Méziers, lúgubre ciudad que vio nacer al poeta, ciudad cuyas tejas grises provocan escalofríos de melancolía, caminé desde la Plaza Municipal hasta el Museo Rimbaud, bajo la tristeza de la lluvia, mojado y salpicado de barro, inquieto porque me descubrí medio masoquista, triste hasta los tuétanos, autocompasivo, caminando y fumando y pensando, para consolarme, en el horrible sufrimiento universal y, especialmente, en los infelices que no aman, que no pueden amar. Pensé: al fin al cabo, ¿quién ama?, es decir, ¿quién está libre del miedoso instinto de posesión? Desde otra óptica, amar sería algo desconocido, el antiyo instantáneo, el simple placer a flor de piel, un límpido despojamiento, unas manos dulces pero firmes, un tranquilo corazón reilón y tolerante, una amistad radical sin padre ni madre, sin gobierno ni patria, ni árboles de la ciencia, ni serpientes, ni biblias, ni dioses…

   En Dijon, he ido con ellas a comprar fresas y flores, a comer pan ázimo y beber leche cortada,  a devorar rodajas de salchichón en un albergue normando. Al día siguiente fuimos a un banquete campestre: ensaladas, pizza, cerdo asado, puré, quesos, postres, y nos emborrachamos suavemente con vinos prestigiosos: Bouzy, Corton, Chinon, Saint-Emilion, Château-Simone.

   En Salon-en-Provence, terruño natal de mi segundo amor francés, las he amado manejando bicicleta, recoltando cerezas, en una cabina telefónica cerca del Correo, en un Café-Bar-Tabaquería cerca de la estación de buses, también en el Museo de Nostradamus, donde torpemente le declaré mi torpe amor. Las he amado también al amanecer, todavía en Salon, cerca del cementerio, después junto  una iglesia amarilla por donde pasó el rey Francisco Primero.

   En Avignon, comiendo helados y avellanas, tomando café y fumando, las he amado en las calles, en las terrazas, en los cines, en los restaurantes, en los teatros.

   En Marsella, en caletas escondidas, de noche, comiendo mariscos, libando vino rosé, hablando del mundo y riendo. Dos veces en el Vieux-Port, admirando el oro masivo de los monumentos nocturnos; en el Vieux-Port donde conocí a Jorge, un compatriota que se ganaba la vida robando piñas en la descarga de los barcos.

   Me veo fumando, medio lloriqueando, cierta noche inmensa del invierno de 1985, en la estación de trenes de Estrasburgo, pero no recuerdo qué diablos hacía en Estrasburgo, compartiendo vino malo con mis semejantes, los mendigos y los clochards, equiparando mis desgracias con las suyas, inexplicablemente ávido de bajeza y de mugre, pensando con respeto en los amores perdidos para siempre.

   En Ámsterdam, por imprudencia, por andar buscando hachís para seducir, billete de por medio, a una china contorsionista de Macao que enloquecía a sus clientes, fui agredido en un barrio peligroso cerca del puerto… ¡Holanda! ¡Neerlandia de mis amores prostibularios!

   He preguntado por ellas en los embarcaderos de Rotterdam, en una tienda de disfrazes de Haarlem –adonde llegué por equivocación–, también en un parque de miniaturas de La Haya… Las he atisbado en las pescaderías de Volendam y en las playas de Noordwijk aan Zee –mar de barro y cílice, cielo espeso, arenques ahumados, pan y cerveza– donde pasamos la eternidad del día admirando concursos de papalotes fantásticos y castillos de arena con puentes levadizos y pequeños cocodrilos de plástico, idénticos a los verdaderos, obras de arte construídas por niños.

   Por ellas he ido de Ofenburgo a Berlín, de Friburgo a Hamburgo, pasando por Colonia, reducto de mi amor germánico, y Baden Baden, donde me   asaltó  el fantasma de Dostoievski, donde, después de espectacular borrachera, se me reveló la capa dostoievskiana de mi personalidad, también por Munich donde participé en un torneo suicida de la Oktoberfest, con cervezas en jarras de litro y meadero incorporado, hasta que aterricé en Frankfurt, despellejado pero vivo, es decir amante.

   Las he esperado en el Puente de Londres, con poca plata, hablando un inglés de hotel, drogado, extranjero hasta los huesos, durante horas y horas… Después, en el bar del hotel Southampton Road, un mejicano amigo de inmediato me aclaró el malentendido de la cita y de la hora, me presentó a ellas, D., sueca, y E., inglesa lejana, con las que nos amamos pluralmente en una casa cuyas ventanas miraban al Támesis… ¡Inglaterra ! ¡Londres! Elogios, a pesar de todo, del mal clima, de los nervios, de los choferes de taxi, de ciertos londinenses, de las palpitaciones, al sobrio e intransigente J&B. Mil afectos a Escocia, a Irlanda madre del whisky, a Ossian, al amigo Kenneth, al amigo Graham y a los magos celtas.

   Me han inspirado un pésimo y abrumador poema pasional, de emoción y de odio, en el Ferry, de vuelta a Francia, en ese Ferry deprimente, lleno de seres calaverosos sin alma y sin cara, donde supe al fin que todas son una y viceversa, y que esa una se llama hembra genésica, luna, tierra y sol, reproducción, permanencia vital, conserva amniótica.

   ¡Y después! Volví a París con los músculos al descubierto, con el alma supurante de exilios. Quai de la Mégisserie. Sol verde y niebla. Almendros translúcidos. Un café. Camino junto al Sena. Tengo veintidós años y creo en la « literatura » en general y en la « poesía » en particular, pero sólo poseo confusión, ambición, yoyoísmo. Miro las torres lúgubres y la fachada lúgubre del edificio donde murió Julien de Rubempré… Pero el hecho concreto es que estamos a finales del siglo veinte, me siento romántico a la antigua, y también literariamente, por las cojudeces que escribo… ¿Qué hacer? Jamás evolucionaré. Jamás cambiaré. Además, no tengo talento. Me desprecio porque siento hasta qué punto soy capaz de desprecio. Mi aventura no tiene sentido ni remedio… ¿Qué hacer? Un sol ahora cremoso domina el casco del Panthéon, atraviesa lentamente la rue Soufflot y llega al Jardín de Luxemburgo, donde me encuentro estudiando a las estatuas. Esta noche ceno en casa de Reinaldo, mi amigo portugués, en el boulevard Saint-Michel. Le debo quinientos francos y quizá la vida.

   ¡París! En París, como ya lo señalé, conversé con una desconocida en el Pont de la Concorde. Era la mujer más sola del mundo y me hizo pensar en un personaje de Albert Camus. Su principal ocupación consistía en ver discurrir el Sena bajo el Pont de la Concorde. Fumamos entre dos un cigarro para festejar la soledad universal. Dos días después, en una taberna griega de la rue de la Huchette, conocí a dos jóvenes francoitalianas, simpatizamos y fuimos hasta Barcelona en coche deportivo, quince horas de viaje, llegamos aturdidos y contentos. Saludos a España, siempre.

   Al cabo de tres días volcánicos, escapamos a Portugal. Asistimos, en Coimbra, a las celebraciones pantagruélicas del matrimonio de Carlos, mi gran amigo de Caracas… ¡Portugal! ¡Querido Portugal! Caracoles vivos a la brasa. Vinho verde y Brandy Maciera. Oi la historia de un loco lusitano enamorado y enfermo de saudade que se vino de Lyon a Coimbra en moto, en pleno invierno, sin ropas adecuadas ni casco… Descansamos el lunes a la orilla del mar, en un puerto cuyo nombre no recuerdo. En cambio, recuerdo muy bien los amores de la noche y los amores del alba, así como el amor en la crucifixión de las mochilas y de la ropa sucia… Tardes enteras tomando cerveza y comiendo sardinas a la parrilla… Noches prolongadas tomando vinho verde y bailando con muchachitas púberes… ¡Portugal bendito!

   Solo y todavía más libre, llegué a Algarve, en el sur, donde fui a buscarlas, de inmediato, en las fiestas populares y en los hoteles de turistas. Y en Lisboa. Y de nuevo en Madrid, pero sólo una hora. Y en San Sebastián, bajo la lluvia. Y en Biarritz, con granizo de primavera.

   He vibrado, he reído y hablado solo, como un loco feliz, al compás de varios planter’s punch bien cargados, inventándome amores en Italia, recordando mi estadía demencial en Bruselas, sin un maldito franco en el bolsillo.

   Y se acabaron los periplos por cuerpos, ciudades y países. De nuevo Francia, Marsella, Aix-en-Provence. En cada ciudad visitada, en cada instante hirviente, en cada mujer gozada hay una tumba mía. Durante algún tiempo mi cuerpo sucumbió a la irrealidad. Morí muchas veces, hasta el formidable verano del 89, cuando resuscité para siempre. Llegó a mi casa una criatura tierna y rabiosa preguntando por el Amante Invisible. Y aquí estamos, amigos. No hay sexo opuesto sino parte medular y sustancial de nosotros mismos en el otro, o viceversa. Los sexos no existen, además. El amor empieza al final. Dos cosas no deberíamos hacer: juzgar y exigir. Y que nuestros votos sean por la animalidad celeste. Ahora me dedico a inventar versos para todo el que quiera, y muy especialmente para las hermanas eróticas que me han devuelto el cuerpo. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.

 

                                                                                                Octubre de 1989