por Miguel Rodríguez.
¡España! ¡España la bella! Te paso un cordial saludo aquí, ya terminando este libro, tombo de la frontera. Anoche, en sueños, estaba llegando a España como la primera vez, por el lado de Bayona y Biarritz, a una playa hermosa en San Juan de Luz, a un restaurante vasco en Irún, luego a la felicidad en San Sebastián Donostia, con una mujer amada, cuando se me apareció el tombo de la frontera.
Me resulta muy grato y fácil, ahora, resuscitar los muchos instantes, horas y hasta días enteros de felicidad pura, que he sentido cada vez en España, o cada vez que voy a España, incluyendo el ingrato tropezón con el tombo de la frontera. No conozco mucho España, broder, y sólo estuve pocas veces a pesar de vivir tan cerca, pero cada vez que vuelvo con los recuerdos, encuentro formas de la felicidad.
Sin ser presumido, presumo que es por el idioma y otras cositas también, pero sobre todo por la música del idioma tal como yo la siento. Por eso me quedé medio pensativo cuando leí eso que dijiste, eso de que la única patria es el castellano. Yo pensaba que te referías a eso del castellano castizo de Castilla. Si así es, no estoy de acuerdo. Si te refieres a lo interno, digamos al corpus sutil musical, entonces sí. Es que, poéticamente hablando, todo idioma tiene su oro. En pepitas, en lingotes, en bloques. Todos y cada uno de los idiomas vivos y muertos. El persa, el latín, el birmano, el griego, el sánscrito, el hebreo, el bambará, el zulú, el gaélico, el quechua, el navajo, el yoruba, el occitano, el aymara, el mandingo, el hindi, el bantú, el nahuatl, el wolof, por no mencionar sino unos cuantos.
Cierta vez un tombo atolondrado, bruto como Pedro, me bajó del tren, broder, y no me dejaron entrar a mi España bella, a mi España del idioma con su música por dentro. Por pudor, no te contaré cómo me trataron, ni cómo me insultaron, ni lo que me hicieron. Cuando uno recibe insultos, por instinto responde con insultos. Este incidente que te cuento tiene, pues, su importancia y su misterio. Es verdad que yo también lo insulté con palabras feroces, qué ironía de mi suerte, pero escondido detrás de los policías franceses de la frontera, protegido por éstos, y ahora me da pesar aunque no me arrepiento. Bien merecido se lo tenían por conchesumadres, por huevonazos, por tarados, por bestias. Ya ves, broder. Cada vez que se me sale un insulto, la verdad, me flagelo y arrepiento por ser huevonazo, por ser bestia. Retiro los insultos, pues.
Lo más penoso, te cuento, es que uno de los tombos, el tombo de la frontera, era igualito, gordito, con bigotito, bien blancón, medio narizón, a mi tío Carlos, el hijo de mi tía Virginia que descansa para siempre, que ya no necesita del dios que murió con ella. ¿El perdón? ¿Perdonar? Pienso que perdonar es una estupidez. Pienso que el famoso perdón es una maniobra del ego. Pienso que ni siquiera al dios, al dios que tenemos adentro, se le ocurriría perdonar. La palabra es liberación. Retiro la lepra del insulto, simplemente, para liberarme de ella, para borrar el sentimiento de humillación, que también es una maniobra del ego, tombo de la frontera.
He venido a Europa en busca del oro de Francia, pues el de España ya lo tengo. Lo digo muy sereno. Lo digo muy en serio. Lo digo contento y no te miento. Porque España es mía, te cuento. A España la tengo hasta en el ácido desóxido ribonucléico por vía de parientes y ancestros. Por respeto y amor a estos parientes y ancestros, pues, le pido perdón al falso tío de la frontera. Humildemente te pido perdón, tombo de la frontera. Humildemente te pido perdón y no miento. Tengo piedad de mí, eso es todo. Tengo piedad y misericordia por el vanidoso esperpento que sigo siendo. Allá, en el Reino, siento que pertenezco a la tierra, no ella a mí. Aquí, en Europa, es al revés, siento que estas tierras me pertenecen, que le pertenecen al indeseable meteco. Así, soy también el dueño de Francia. Hablo del oro del idioma, que es la poesía, por supuesto. Hablo del oro de la cultura, por supuesto.
He venido a Francia como un musulmán a La Meca, por esto de la literatura. He venido a Francia para aprender de ciertos poetas predilectos, para mejorarme todo lo que pueda en este arte nuestro. Lo España es otro tipo de camote, broder, por lo que ya dije, por eso del idioma y su música por dentro. Como en la metáfora de Wilde, yo siento el idioma como un instrumento musical, digamos una guitarra. Y esa vez, cuando no me dejaron entrar, como todas las anteriores, yo iba a España con mi guitarra, para sumergirla en las aguas plateadas del idioma, para un ajuste de cuerdas, de vibración, de armonía, porque cada vez que voy a España siento mi voz de cantante afinarse por arte de magia. Si voy a España, el dios del idioma entra en mí, como aquella primera vez.
Uno es feliz junto a la mujer que ama, y es que uno va rumbo a España. Las cuerdas sensibles del idioma empiezan a vibrar. Partimos de Aix rumbo a España. Veo colores. Colores, siempre. El paisaje simple de hoy, de aquella vez quiero decir, tal vez en marzo o abril del 91, con la mujer que uno ama, cuando, no sé cómo, me doy cuenta que no hay « bueno » versus « malo », « arriba » versus « abajo », « superior » versus « inferior », « día » versus « noche », cuando soy conciente de esa forma de pensar, cuando esa manera de pensar está por relativizarse, de pronto por disolverse. « Sólo hay distancias, latitudes, hemisferios y cielos distintos », pienso. Soy muy joven. Todavía no he cumplido treinta años y me creo la última Coca-Cola del desierto. Pienso en esta vaina del ego, de la presunción, de la pedantería, de mi detestable arrogancia. Supongo –y lo anoto– que el ego no es necesariamente negativo, que obviamente tiene su razón de ser; pero que la presunción, la pedantería y mi detestable arrogancia, son ilusiones perversas que proyecta el dios en mis adentros. La verdad es que me hice tantas ilusiones, precisamente, sobre mis supuestos dones poéticos. La verdad es que apenas he logrado escribir una novelucha, unos cuantos poemas, y ya me creo la última Coca-Cola del desierto. Simplemente, no es cierto. Y es tan difícil aceptar que no es cierto, ese día, yendo a España con la mujer que uno ama. Esto pienso. Esto acepto. Que el objetivo todavía está lejos, tan lejos. Esto acepto en el tren, con la mano rubia del sol en mi frente. Uno está con la mujer que ama y ésto sí es muy real, felizmente. Diez ciudades, diez pueblos y diez cielos distintos –Marsella, Montpellier, Tolosa, Tarbes, Lourdes, Pau, Bayona, San Juan de Luz, Hendaya, Irún– aparecen en la ventana del tren. Yo le tomo la mano, la beso y ya no me creo la última Coca-Cola del desierto. Maldiciendo, lo acepto. Y son colores al comienzo del viaje, y siempre. Veo la tarde polícroma, azules, lilas, bermellones, luego los Pirineos verdes. Ya llegamos a Bayona. Mañana iremos a España. De España, la verdad, sólo conozco el aeropuerto. Mi novela es mala, bien mala. Mis poemas son grandilocuentes y bastante malitos también. Ya lo sé. Ya lo sé y maldiciendo lo acepto. Pero sé también que debo seguir escribiendo, aunque deba perder a la mujer que amo y me ama. Esto siento. Siento que la voy a perder y me quedo perplejo. Ya llegamos a Biarritz. En Biarritz, amor, te acordarás, había ventisca helada ese día, nos azotaban los ramalazos del temporal, y ya no estabas con la última Coca-Cola del desierto. Cayó un inesperado granizo. Y yo, pensativo, miraba el Atlántico quebrándose, las casas barrocas, los palacetes helados, el Atlántico furioso que se rompía contra el Malecón, contra el faro y las iglesias ahora ten bellas, en la película del recuerdo. Es que también eso amaba, eso amaba también, lo siento. ¿Por eso te pusiste brava? ¿Porque yo amaba las crepitaciones del océano, la espuma crepitante y helada, la majestad del Atlántico en movimiento? Yo te tomé la mano y te besé, porque te estaba perdiendo. ¿Y aquella noche digna de recuerdo, en San Sebastián? En el barco gótico, húmedo, nocturno, de San Sebastián. Nosotros vamos por la calle San Lorenzo, por la calle San Juan, con mucho viento en el rostro, garúa fina y fría en el rostro, paraguas volteados, con amores truncos por dentro. Y yo estoy triste porque sé que se acaba lo nuestro, no feliz como anteayer, a medida que nos acercábamos a España y su música por dentro, con tantas palabras, palabras delirantes, cualquier cosa, una explosión de vocablos, frasco, ancla, brea, peña, badulaque, cualquier cosa delirante y en tropel, palabras que yo masticaba, deglutía y digería, palabras movedizas, palabras con su música por dentro. Mirándote, me puse un poco triste, un poco ausente, un poco sentimental. Y el océano bellamente furioso, negrísimo, negrísimo el pelaje de sus caballos en la herradura de aquella noche, San Sebastián. Te dio rabia el imaginar que te ignoraba, pero no, era otra cosa, de verdad. Junto con la visión de la noche y el océano, brotaron como un géiser las queridas palabras del idioma, palabras griegas, latinas, hebreas, árabes, cualquier cosa como un canto, alquimia, arrecife, párroco, cáliz, kirie, hosana, aleluya, liturgia, salmo, súplica, magnificat benedictus. Ahora, estabas furiosa por los asuntos de mi ebriedad, y yo cada segundo que pasaba te perdía más y más. La garúa persistía, a veces redoblaba. Dimos vueltas y vueltas por la calle Esterlín, por la calle Mayor, por la calle del Puerto, comiendo tapas tan ricas, tomando vino tan rico, de bar en bar. ¿Te acuerdas, amor, de aquel San Sebastián? Pero ya pasó tanto tiempo. No cambia el amor; cambian los nombres y los cuerpos. Pasan los meses, los años, los decenios, los siglos, los milenios y uno tiene nuevas visiones. Uno ve al propio Roderick, el último rey visigodo de España. Uno ve aquella biblioteca, aquella universidad en Córdoba la espléndida, donde podemos estudiar las matemáticas y la medicina, la filosofía y la literatura. Uno se encuentra con tipos como Aristóteles, Averroes, Maimónides, Avicena. Uno los encuentra de verdad. Uno habla con ellos de temas diversos. Uno pide audiencia al Alfonso X, también conocido como el Sabio, rey de León y Castilla, soberano del Santo Imperio romano germánico, y el Alfonso, como es sabio, nos recibe. No, no cambia el amor; cambian los rostros, los nombres, los cuerpos.
Siglos después, enamorado de nuevo, enamorado siempre, estoy feliz en el tren rumbo a Barcelona, feliz de ir a España, feliz como cada vez que voy a España, pero un poco triste también, porque Camille no quiso venir, aunque casi la convenzo. ¿Porqué no quisiste venir, Camille Victor de Pujebet? Ya resignado por la pérdida de Alexandra, que me había choteado en Italia, mi delirio de amor perpetuo se había encaprichado, broder, con esa bella mujer, que nada quería conmigo, por cierto, y que anoche también apareció en ese sueño donde pierdo el pasaporte y las maletas.
Después de perder a Alexandra, me siento como muerto, por eso voy a España también, donde resuscitaré si de verdad estoy muerto. Uno sube feliz al tren en Marsella. Uno sube triste al tren en Marsella, porque no viene Camille. Y de un constante oscilar entre alegría y tristeza, uno se queda como suspendido en el interregno. ¿Qué voy a buscar a España, esta vez? ¿Una mujer? ¿El amor, otra vez? ¿O eso que el broder llama « el surtidor »? Entonces, aún no podía saberlo. Pero sí, eso también. Un cántico y una mujer voy a buscar, otra vez y siempre, en la entraña y en el cuerpo sutil del idioma, en su alegoría de mujer, que España, virgen y puta, madre y santa, también lo es, con su música por dentro. Salutación íntima / Soy surtidor purísimo / brota a borbotones / el agua de mi doncel / ¿Quién es él? / Es príapo mortal / en mi salina canción / Hacia él voy con mis / olas frescas de luz / hacia él para nada / por su amor de mujer / Silencio fortuito / Sorbo de la fuente / de mi soledad / gotas fugaces en la dorada / piel de aquella desnuda / perfección / Imposible caricia / deliciosa amante / de mi amor búscala / entre sus delicados / brazos rodeando mi cuello. Uno come un sándwich-sánguche de queso con jamón, uno toma su vinito en el tren, uno está con ganas de vida nocturna, de almuerzos a las tres de la tarde, de fiesta. Esta vez, voy decidido a conseguir una buena edición del Ingenioso Hidalgo, con letras no tan chiquitas, con letras correctas, que hace tiempo tengo en lista de espera a don Miguel.
Ahora me doy cuenta, broder, que aquella vez iba feliz a Barcelona porque tenía cita con Cervantes, con Dante, con Shakespeare, no estoy jodiendo. Como la visita anterior a Barcelona había sido un pajazo tan intenso –lectura parcial de La Divina Comedia en bilingüe–, pues tenía la intención de repetir el plato de carbonara + una paella + un roosbeef de la mejor categoría.
Es probable que cada poeta, de nuestra lengua o no, tenga su propia España. Uno con más razón, naturalmente, uno que es nativo del habla enriquecida con nuestros injertos. Pienso que el propio Shakespeare tenía su España. Y me parece increíble que estos ilustres poetas, Cervantes y Shakespeare, hayan mancado el mismo año y el mismo día, el 23 de abril de 1616, pero no hablaremos de eso. En todo caso, broder, siendo desocupado y platudo, había decidido por fin leer a Cervantes, a Dante y a Shakespeare, ahora ya no tenía pretextos. Del Siglo de Oro, como cada quien, tengo mis preferencias. Sobre todo, la Picaresca; también, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes y Baltazar Gracián. Con el viejo brujo de Góngora, pese a su virtuosismo genial, no siento la menor afinidad, mejor dicho Nancy que Bertha. Por todo eso uno es feliz en el tren, por eso uno va casi silbando, y con un huevo de plata para rematar. En Tolosa, pienso con amor en el vino local, en la Plaza del Capitolio, en el río Garona, en las salchichas, en el cassoulet, en los colores de ladrillo y rosa, también en el famoso D’Artagnan. ¿Porqué pienso en D’Artagnan? No sé, pero pienso. En verdad, pienso en cualquier cosa y me cago de risa, es que tengo un huevo de plata en el bolsillo, realmente un huevo de plata, primera vez en la vida que tengo tanta plata, no puedo creerlo, es preciso celebrar. En efectivo, tres mil euros en billetes de cien y de doscientos. Y una flamante Visa Golden Card, lógicamente, esa que tiene un pájaro platinado en la parte superior derecha. « ¡Si tiene un pájaro, pues que vuele, carajo! », pienso feliz, imaginándo un buen hotel tres estrellas que conozco, en la Plaza del Pi. Y el tren avanza. Veamos. Me compraré una edición bilingüe de las obras de Shakespeare. Me compraré la edición más cara y más lujosa de la obra completa de Cervantes. Me compraré toda la Picaresca, en edición de lujo, con tapas de cuero de preferencia. Me compraré una Biblia de Jerusalén y un par de biblias –la católica y la protestante– de repuesto. En ediciones de lujo, por supuesto. Me compraré la obra completa de Jorge Luis Borges. Me compraré todo lo que no he leído de mexicanos, centroamericanos, cubanos y sudacas. Me compraré también... ya no sé qué mierda más comprar. Y siempre las mejores ediciones ¿eh? Nada de libritos de bolsillo ¿eh? Plata hay, lo que falta es tiempo para gastarla. Y el tren avanza. Ya llegando a Perpiñán, hablando en inglés con unas holandesas mamacitas, aumenta la felicidad. ¿Será que me sigo creyendo, luqueado ahora, la última Coca-Cola del desierto? Buscando mayor confort, pero también por dármelas de bacán, he subido en primera clase. El vagón linchecito, alfombrado, está lleno de respetables turistas alemanes, ingleses, holandeses, casi todos son cocharcas, menos las tres mamacitas made in Amsterdam que me han tocado en suerte. Ya casi asqueado de tanto comprar y comprar, pienso algo tristón en la rubia Camille. Y ya no sé cómo voy a traer tanto y tanto libro, de pronto tendré que mandarlos aparte, ir a buscarlos después a la estación, pero ya veremos. ¿Por qué no quisiste venir, Camille Victor de Pujebet? Es que uno tiene su corazoncito, Camille, uno tiene su corazoncito, déjate de cojudeces. Además, como supe que me maleteaste por estar medio gordo, me flagelé. Si me vieras. Pasé un mes y medio full sauna, full gimnasio, full natación, full bicicleta, pescaditos a la plancha, legumbritas, verduritas, frutas, hectolitros de agua mineral, casi nada de trago, un par de copetines con las comiditas, nada más. Estoy como nuevo, Camille, he bajado ocho kilos, qué digo, ocho litros por lo menos. Te la estás perdiendo, Camille, el super hotel, el super carro alquilado, los super restaurantes, las discotecas de salsa, la joda y la fiesta. Full cachirulo y copetón (fornicatio & drink) con un sudaca mañoso, morbosón y full corazoncito, por cierto. Nada te dije de la plata, oh Camille. Sentí que era como hacer trampa, pero la verdad es que estoy más luqueado qu’el carajo, más luqueado que el propio Pato Lucas, que puedes llamarme Lucas Kid si quieres, que no soy tacaño como Rico Mc Pato y que hasta Lee Van Cleef, Sartana y Django me van a quedar chicos en Barcelona, de lo tanto que voy a disparar, Camille. Además, como te dije, ahora sí me dedico a escribir de verdad, todos los días, como los profesionales, estoy luqueado, ya no tengo pretexto. Y te cuento que de aquí no paro hasta el Premio Nobel, Camille, ¿te das cuenta? Eso te dije con el entusiasmo de la primera y, ay, única vez, mostrándote mi primer libro, recuérdalo. Te reíste, por supuesto. De pronto no me creíste, incrédula. No era para impresionarte, no, no, para nada, sino porque es muy cierto. Al menos en la intención. Y por simple lógica, te cuento. De modo que de verdad te la estás perdiendo. Al inicio de los tiempos, cuando mi sueño era ser futbolista, mi objetivo era el de Maradona niño, o sea ganar la Copa del Mundo, por supuesto. En cuanto a ser escritor, ¿cuál es el pecado si uno quiere ganarse el famoso Nobel ese? Es lo más lógico, Camille, algún día has de reconocerlo. Además, la Copa Nobel se la dieron a un escritor llamado José Echegaray, me acuerdo. Hasta hoy no entiendo cómo le dieron la Copa Nobel a un escritor como Echegaray, que ni siquiera fue futbolista, sinceramente no entiendo, Camille. Los tíos del Nobel sí que se pasan. Espero que para cuando vayan a dármelo, al menos ya tengan otros criterios más modernos. En consecuencia: si le dieron la Copa Nobel a Echegaray, que ni siquiera fue futbolista, ¿por qué no habrían de dársela a este habilidoso y corajudo puntero izquierdo? Plus logique que ça tu meurs, Camille Victor de Pujebet, estoy en lo cierto. Y el tren avanza. Pasa una chica empujando un carrito con sánguches, té, café, vino, chelas, refrescos. Pido una Heineken. Las mamacitas holandesas piden refrescos. Va, dal furor portata, maledetta, io ti lascio! Bella mia fiamma, addio! –pienso picón– ¡No quisiste venir con un futuro Copa Nobel! Sinceramente, no sé si te das cuenta. Ya no iré a esa simpática pensión, Camille, como la vez anterior, en la calle Portaferrisa, no, que hoy mismo me voy de telo telly savalas como el bacán de la película, al Hotel del Pi, al Hotel Lloret, a cualquier telo tres estrellas mínimo, un futuro Copa Nobel no merece menos. ¿Qué por qué no escribo un best-seller? Es que cualquier patín escritor dotado de cierto talento, podría escribir, si se lo propone, un best-seller, hasta yo. Una buena intriga con una historia de amor, de preferencia, con un super héroe y malos, gana el super héroe, de preferencia, o triunfa la justicia, la verdad, el amor, mimo Hollywood. Lo demás es asunto de muñeca. Por el momento, como estoy super luqueado, escribir un best-seller no me interesa. Además, lo que yo quiero es la Copa Nobel, que también tiene su receta. Para empezar, leer a todos los Nobeles desde el primero hasta que uno lo estime conveniente. Como bien sabes, Camille, de gustos y colores no se discute. Eso sí, cuando uno llega a Echegaray, al toque pasar al siguiente. Ah, Camille, espero que te des cuenta. ¿O será que te la das de bacán porque eres rubia, franchute y mamacita? No te olvides que te tiraste al ruedo, en varios rounds, y bien, con un futuro Nobel Prize, te cuento. Y el tren avanza. Ya en la frontera, mientras bajo por las escalinatas alfombradas de rojo, enceguecido por los ¡Flash! ¡Flash! ¡Flash! de los fotógrafos, bajo una lluvia de pica pica, con la Copa Nobel en alto, ñato de risa, buscando mamacitas suecas en la selecta concurrencia –estoy casado pero he venido solo, por supuesto, ni huevón o sacolargo que fuera–, buscando a los patas que han venido en mancha, preguntando dónde hay una super discoteca de salsa en Estocolmo, con la secreta intención de invitar mamacitas suecas, actrices porno de preferencia, el tren se detiene lentamente.
–Oiga usted, documentos.
Las mamacitas holandesas echan mano a sus pasaportes o pasapuertas.
–Ustedes no, señoritas. Usted, le digo. Tú.
Dije que no lo contaba porque me da roche, pero sólo te cuento el comienzo, broder, sólo el comienzo. Es el gordito medio brutal, el falso tío Carlos. Al ponerme de pie para buscar los pelpas, veo que el tombo es más chato que yo. El que lo acompaña como de lejos –se ve que manda el gordito– es un poco alto, flaco, desgarbado y un poco quijandría, pero parece buena gente.
–Este no es usted –dice el tombo de la frontera y me devuelve la carte de séjour –. Muéstreme otro documento. Con foto. Su pasaporte. Tu pasaporte.
La DNI franchute es vieja; efectivamente, en esa foto tengo el pelo largo y aparezco cachetón y gordo, con una vaga pinta de delincuente. Ahora, al verme con pelo corto, delgado, atlético, feliz y lozano, el tombo puede dudar por joder, o joder por joder y punto, como es el caso. Y como es el caso también, con esto de la Comunidad Europea, ya no se necesita pasaporte para ir a España o Italia, basta con mostrar, en caso de control como ahora, la DNI de residente en Gabacholandia.
–No tengo, señor. Pero la identidad es fácilmente verificable.
Lo miro bien. Este huevonazo no pertenece a la estirpe del gran Sancho ni por la panza, que Sancho era una hermosa persona y tan hombre de Dios como el Caballero. A la estirpe del otro Sancho, imposible, que Sancho es nombre de rey, y no de cualquiera, que Sancho II de Castilla tuvo a su servicio a un gran guerrero, y no a cualquiera, que se llamaba Rodrigo Díaz de Vivar. Para mi desgracia, lo miro con desprecio. « Guatón conchetumadre », pienso.
–Tú, te bajas.
Casi se me sale el indio, pero logré retenerlo. Y el tren ya no avanza. De otro vagón han hecho bajar, también, a un grone y a un moraveco. « Un negro, un moro y un sudaca », pienso. Nos quedamos los tres en el andén, con nuestras maletas, frente al tombo de la frontera. ¿Te acuerdas, Camille Victor de Pujebet? Si venía contigo, seguro ni me jode ni me baja ese conchesu. Ya no recuerdo si te lo conté; sino, ahora te lo cuento. Te cuento esa maldita pared, cuando no me dejaron entrar a España. En cuanto a tí, tombo de la frontera, te juro por mi madre que lo siento, conchetu. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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