Por Luciano Delillo.
Cuanto tiempo se necesita para escribir algo que sea digno de ser leído, no lo sé. Hay autores que escriben directo al papel en limpio y les sale bien, otros que dudan y borran y se atemorizan y vuelven a escribir y dejan macerar el texto por un buen tiempo y escupen, de vez en cuando, para que fermente como un buen masato. Yo voy con el segundo.
Hace seis meses traté de escribir algo sobre lo que me persigue ya por más de cinco calendarios.
Llegó el correo, un 22 de abril del 2010, con una caja envuelta en un costalillo de harina, cosida a mano. Hermética. El remitente era de Génova, no reconocí el nombre. Abrí cuidadosamente la caja y encontré algunas cosas que sí conocía, que me pertenecían. Que había dejado cuando huí de casa, de mi segunda mujer. Quince cintas magnetofónicas piratas que había comprado en el jirón Colmena, antes de ir en busca de Cristobal Colón. Unas trescientas cartas que ella, la italiana, me había escrito y fotos de nuestra luna de hiel. Casi todo estaba hongueado y lo que al final sólo guardé fueron las cartas.
Las cartas, escritas por ambos lados, tuve que secarlas una por una. Pensé en transcribirlas, en incinerarlas, pero no, hasta ahora están en una caja de cartón y no me atrevo a tocarlas, menos a leerlas. Tantas cartas, escritas de día y noche en diferentes estados de ánimo.
Es un fragmento de nuestra historia, colmada de fantasía y realidad. El haber sido parte de una vida, de otro cuerpo. De alguna forma este texto trata de evocar tácitamente el amor perdido, los momentos vividos y lo que podría haber sido el futuro.
Estas cartas y la últimas cosas que ella de mí tenía, estaban seguramente en el ático o peor en el sótano, si seguro estaban en el sótano.
Acabo de decidir. No voy a escribir más sobre esto. Hoy quemaré sus viejas cartas y las cenizas volarán con rumbo al sur. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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