Por Miguel Rodríguez.
De pronto, el viernes 22 de abril de los siglos que
pasan, cabalgando en bicicleta por el día espléndido… ¡Paz! ¡Uf! ¡Paz otra vez,
amigos! Sosiego de dragones. Evaporación de furias. Disolución de demonios.
Grandes respiraciones del ser y grandes trozos de silencio interno… ¡Eureka!
¡Eureka otra vez, mismo Arquímedes! ¡De nuevo lo logré, Señor!
Al entrar así, suavemente, en el paraíso del día de hoy y
de nunca más, copiando al poeta, invoco a Apolo, la dichosa divinidad délfica,
Dionisio-Bacchus viene después, allá espera, en Jouques hermoso pueblo, allá
espera el Señor del tirso, el Dos veces nacido, el Señor del ¡Evohé!,
sonriendo.
Uno-dos, uno-dos, uno-dos, pedaleo despacio rumbo al
lago, ya imaginando el sabor de los tomates del verano, ya imaginando el canto
de las locas cigarras del verano, ya imaginando los calabacines del verano y de
todo el año. Entro con mi caballo por el camino de los caminantes, rumbo al
lago. Saludo a una pareja con niño y perrito que por aquí vienen, que ya se
van, por la avenida de los sauces llorones, que caminan como acariciados por
éstos, y se van muy probablemente por siempre jamás, eran los únicos habitantes
de este país secreto, el lago.
Pienso pensativo en una de mis tantas fechorías
anteriores, a comienzos del noventa del siglo pasado, cuando convocado a juicio
por la justicia me salvé de pagar la multa (por desnudez y baño en sitio
prohibido, en otro lago) invocando ante el tremendo juez francés, un poema
famoso. Bueno, al menos famoso para generaciones de franceses antes del
acontencimiento internet que cortó en dos el mundo, como una sandía, adiós
divinos griegos, adiós Roma inmortal, adiós cristianismo, adiós renacimiento,
adiós tiempos modernos, adiós era planetaria, gracias a este maravilloso
juguete ya entramos… ¡en la era hesperial! ¡Esa que no acaba nunca más! ¡Así es
señor tremendo juez! En esa época no existía internet pero el señor juez,
hombre culto, hombre de memoria, hombre de saber, me absolvió porque le
mencioné el poema famoso, así llamado, El Lago, de Alphonse de Lamartine. Aquí
estoy. Frente a tu lago, querido Lamartine. Ya pasé el extraño navajazo del medio siglo, y recién,
me parece, te entiendo. « Aimons donc, aimons donc ! de l’heure
fugitive, / Hâtons-nous, jouissons ! / L’homme n’a point de port, le temps
n’a point de rive ; / il coule, et nous passons ! » ¡Hay que
amar! ¡El tiempo pasa rapidísimo! ¡A gozar se ha dicho! ¡El río de la vida
fluye y fluye! ¡Y nosotros sólo de pasito por el planeta! ¡Oh, lago! ¡Rocas
mudas, que nos contemplan desde la prehistoria! ¡Grutas de piedra matricial!
¡Bosques oscuros! ¡Eternidad! ¿Cuál? ¿Esa que se fue con el sol y con el
mar? ¡Pasado! ¡Las aguas estancadas del pasado! ¡Esos abismos, querido
Lamartine! ¡A gozar se ha dicho, señor lago! De pronto, mi corazoncito que
parecía el corazón de un monje budista en meditación, dio un brinquito.
De nuevo sobre mi caballo me felicito porque traje mis
lentes anti-insectos voladores, sobre todo anti-tábanos, los peores, aunque los
más pequeños se pueden meter, impactándolo, el el globo del ojo, uno puede
perder el equilibrio, qué increíble, un mastodonte humano desequilibrado por un
mínimo insecto, en esto pienso arrebatado por esta paz, por esta dulzura que de
nuevo me visita, ¡uyyy! ¡Después de tanto tiempo!
¡Tábano! ¡Tábano!
Fue un perdigonazo
El tábano
Me torció el cielo
Me torció la ceja
Tembló la pista
Tembló el paisaje
Tembló la bicicleta
¡No cai felizmente!
Llegué al sol verde
Del lago
Me desnudé
Me acosté
Me picó fuerte
El tábano
¡Tábano! ¡Tábano!
Como pedaleo muy despacio, me fijo en el entorno; atrás,
las siete colinas o montes de Peroles, Capitolio, Quirinal, Palatino, Aventino,
Esquilino, Viminal, Cielo; al frente, el apu Loubatas. Nubes como insólitos
borregos en el cielo. Bajo de mi caballo y miro maravillado el frenesí de los
renacuajos en las acequias próximas al lago. En ese momento, me convertí o me
convierto en renacuajo, amigos, soy uno de esos renacuajos que coletean como
espermatozoides en el cristal del agua, junto a los sauces llorones que los
miran riendo.
De nuevo en mi caballo de carbono y aluminio con cascos
de caucho, rumbo a Jouques, el mundo fenomenal me agrede agradablemente, las
libélulas, las mariposas locas, los saltamontes, los insectos voladores de
diversa especie, el polen. Bajo las patas de mi caballo pasan y pasan osados
gusanos negros como ciempiés, atraviesan o intentan atravesar el río de la
vida, unos sobrevivirán, otros no, en todo caso yo evito aplastarlos, no vaya a
ser que apesanten mi karmita, en este momento me protege y envuelve el recuerdo
de los trigales dorados del verano. Y los pajaritos en concierto, escondidos en
los árboles, un voz, dos voces, tres voces, diez voces de pura melodía, me
acuerdo de un poemario así llamado Pajaritos, y que perdí por borracho. En el
cielo, aves rapaces; en el cielo, una nube choca suavemente con otra, especie
de impacto entre algodones; en el cielo, el sol de Hermes… ¡Bendita primavera!
¡Viva la vida! Y como dice Cristo… ¡Viva la primavera! ¡Vivan la mujeres!
¡Tetas y culos p’afuera! ¡Muslos y brazos p’afuera! Los pobrecitos insectos se
estrellan contra mis lentes, y yo pedaleo ahora con firmeza, uno-dos, uno-dos,
uno-dos. Poco antes de doblar a mano derecha, siempre atento al transcurrir de
las acequias, miro la hermosa residencia de primavera, de verano y de todo el
año, Le Real Plantain, donde algún día ofreceré un banquete-rumba, chanchos y
vacas a la brasa, jabalíes también, cisternas heladas de rosé, cisternas
temperadas de sangre de cristo, cidra, champagne, postres monumentales, para ochenta
invitados sentados, veinte de pie, y todos los paracaídistas que quieran,
imagino esto mirando a la acequia y me acuerdo de los renacuajos en fiesta…
Para quienes, viviendo cerca no lo saben, amigos anoten por favor: Presqu’île
de Real Plantain, chambre d’hôtes, Chemin de Plantain, no lejos del castillo
del rey René, no lejos de la actual vivienda o jato del señor de los Peroles,
aquí, en Peroles. Este sitio maravilloso y secreto es como una península.
¡Baratieri, además! Lo único que falta es un bar tropical, ya hablaré con el
dueño si me hace caso, ese detalle importante se puede arreglar, a cambio de
esta paz, a cambio de esta belleza… « la belleza y la paz están
adentro » me susurra el demonio que tengo, que tenemos adentro. Salgo con
mi caballo rumbo al camino de la Rosa y aterrizo en la belleza del
hotel-restaurant Le Mirabeau, otro templo. Mirabeau, conde de Mirabeau, gran
escritor, gran revolucionario, gran maestro. Pensando en la obra erótica de
Mirabeau, pedaleo y pedaleo, un letrero indica Le Pont de Mirabeau, le Pont
Mirabeau como en el poema del profesor Apollinaire, doblo a la derecha, rumbo a
los aperitivos solares en Jouques de los cielos. Entonces ocurre otro milagro,
amigos, puede que sea una manifestación de las endorfinas, en fin, no importa,
es como si hubiese ingerido champiñones alucinógenos, veo multitudes y
multitudes de amapolas e iris a izquierda y derecha, también florcitas
amarillas cuyo nombre no sé, una súbita orgía de colores y explosiones, y los
iris, esos escupitajos de ninfas negras como dice el poeta, y las amapolas tan
rojas, tan color amapola, tan tiernas.
Llegando a Jouques, frente a su puente secular tan bello,
frente a la belleza del riachuelo y su agua que golpea las piedras, de nuevo
esa visión persistente, esas amables brujitas rojas, las amapolas. Sigo
pedaleando rumbo al Bar del Sol y sigo sintiéndome como drogado. Llego. Amarro
mi caballo al palenque del día de hoy. Pido una hela Grimbergen de primavera.
Admiro la iglesia de Jouques allá, en las alturas, apoyada en el bosque y
rozando la nube, miro el bello prado donde en verano cabalgan caballos, siento
en mi capacidad de amor tal como lo entiendo, siento el diamante de la amistad,
pienso en mi amorcito y escribo ésto… ¡Salud por eso! ¡Salud por eso! ¡Salud por
la diosa! ¡Salud por vida, siempre! ¡Salud por la primavera! ¡Tetas y culos
pa’fuera! SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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