20160205

LAS AJISECAS


por: Cucuyo Farfán.

Siempre he creído que hay cierta similitud entre los rasgos físicos de una persona y su ocupación.
Un albañil, por ejemplo, algunos son pequeños y cuadradones y quizá por estar siempre a la intemperie, lucen curtidos, duros, aguerridos, reusados, cubiertos de un polvo arcilloso, asi como un ladrillo, una baldoza o quizá una roca de concreto, tal vez una viga, etc.

Mi madre hacía el mercado casi a diario y a diferencia de mis hermanos, a mi me encantaba ir a ese mercado pestilente, antiguo, de techo altísimo, alborotado de gente y de verduras, latones, aceitosos sacos de yute, polvorientos paquetones de toda índole y exótica procedencia, y claro animales vivos.

Siempre nos dirigíamos primerito al carnicero, desde mi perspectiva de ojos infantiles lo veía enorme, una cabeza melenuda muy grande para ese cuerpo musculoso y regordete a la vez. Su  nariz  rocotona y ancha resoplaba mientras que con su hachita en mano trozaba un kilo de costillar y medio kilo de lomo. Y con sus patitas hábiles visualizaba a un torito en plena acción.

Pero quienes concordaban exactamente según mi teoría animal-humanoide eran  las  dos Ajisecas del puestito casi al final del corredor formado por muros bajos forrados de mayólicas blancas, al fondo ahí ellas vendían sólo aves de corral.
Eran hermanas mellizas, altas, flacas, carne secas de cierto tinte terracota pálido y cabello corto ensortijado, tenían un aire de solteronas, llevaban eternamente un guardapolvo de color kaki, lavado mil veces, algo percudido y viejo.
Pero era ese cuello largo y pelado que completaba en mi infantil imaginación, la figura  espigada y desplumada que parsimoniosa se paseaba por el corral como una emperatriz altiva, destronada.

Siempre una ajiseca era parlanchina y alegre mientras despachaba a sus caseras y envolvía hábilmente los paquetes;  pero la otra ajiseca era seria y amargada sólo se atenía a mirar y ocasionalmente a cobrar cuando la otra no se daba abasto, y eso era todo su rol. Realmente nunca tuve claro cual era su función en el puesto del mercado, supuse que solo venía exclusivamente para hacer compañia a su hermana.

Un domingo después de la misa de las siete de la noche, salíamos en tropel, apretujados, miré hacia arriba y ahi estaban, irreconocibles, coloridas, radiantes, y sin guardapolvo, las Ajisecas, se detuvieron a conversar con alguien conocido quien al despedirlas mencionó sus nombres, ohh  novedad  para mi, si que si tenían nombre, pero al instante lo olvidé como si fuera un detalle sin importancia, algo  pasajero y que está demás.


Un día el puesto amaneció vacío, desolado, y un papelito apurado escrito a mano – CERRADO POR DUELO-  la clientela parada asombrada y cuchicheando en voz baja, palabras sueltas : -muerte-pobrecitas-quien será, etc  entre los mercachifles claro no faltó alguno que dijera : – alguien enterró el pico-

Pasó un tiempo, no recuerdo cuanto hasta que volvieron abrir, pero solo apareció una Ajiseca que venía cotidianamente a ocuparse del puesto de aves, su rostro no mostraba tristeza, algo callada y concentrada. Nadie se atrevía a preguntarle quien había fallecido.

Mi madre hizo mil suposiciones, de quien podría ser la/el finadito/a , quizá algún familiar cercano y por eso la otra Ajiseca no venía, tenía que ocuparse del hogar, Nunca supe quien falleció.
Ese año terminaba yo la primaria y poco iba al mercado, pero una vez mas acompañé a mi madre a comprar  pichones a la Ajiseca, ya que era lo único que ahora vendía y en su puesto solo colgaban cuatro pollos pálidos y flacos, perdió la clientela, hasta que cerró definitivamente , ya para entonces mi madre tenía otra casera, una gordita blanca y rabona que cacareaba sin parar. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.