por: Cucuyo Farfán.
Siempre he creído que hay cierta similitud
entre los rasgos físicos de una persona y su ocupación.
Un albañil, por ejemplo, algunos son
pequeños y cuadradones y quizá por estar siempre a la intemperie, lucen
curtidos, duros, aguerridos, reusados, cubiertos de un polvo arcilloso, asi
como un ladrillo, una baldoza o quizá una roca de concreto, tal vez una viga,
etc.
Mi madre hacía el mercado casi a diario y
a diferencia de mis hermanos, a mi me encantaba ir a ese mercado pestilente,
antiguo, de techo altísimo, alborotado de gente y de verduras, latones,
aceitosos sacos de yute, polvorientos paquetones de toda índole y exótica
procedencia, y claro animales vivos.
Siempre nos dirigíamos primerito al
carnicero, desde mi perspectiva de ojos infantiles lo veía enorme, una cabeza melenuda
muy grande para ese cuerpo musculoso y regordete a la vez. Su nariz
rocotona y ancha resoplaba mientras que con su hachita en mano trozaba
un kilo de costillar y medio kilo de lomo. Y con sus patitas hábiles
visualizaba a un torito en plena acción.
Pero quienes concordaban exactamente según
mi teoría animal-humanoide eran las dos Ajisecas del puestito casi al final del
corredor formado por muros bajos forrados de mayólicas blancas, al fondo ahí
ellas vendían sólo aves de corral.
Eran hermanas mellizas, altas, flacas,
carne secas de cierto tinte terracota pálido y cabello corto ensortijado, tenían
un aire de solteronas, llevaban eternamente un guardapolvo de color kaki, lavado
mil veces, algo percudido y viejo.
Pero era ese cuello largo y pelado que
completaba en mi infantil imaginación, la figura espigada y desplumada que parsimoniosa se
paseaba por el corral como una emperatriz altiva, destronada.
Siempre una ajiseca era parlanchina y
alegre mientras despachaba a sus caseras y envolvía hábilmente los
paquetes; pero la otra ajiseca era seria
y amargada sólo se atenía a mirar y ocasionalmente a cobrar cuando la otra no
se daba abasto, y eso era todo su rol. Realmente nunca tuve claro cual era su
función en el puesto del mercado, supuse que solo venía exclusivamente para
hacer compañia a su hermana.
Un domingo después de la misa de las siete
de la noche, salíamos en tropel, apretujados, miré hacia arriba y ahi estaban, irreconocibles,
coloridas, radiantes, y sin guardapolvo, las Ajisecas, se detuvieron a
conversar con alguien conocido quien al despedirlas mencionó sus nombres,
ohh novedad para mi, si que si tenían nombre, pero al
instante lo olvidé como si fuera un detalle sin importancia, algo pasajero y que está demás.
Un día el puesto amaneció vacío, desolado,
y un papelito apurado escrito a mano – CERRADO POR DUELO- la clientela parada asombrada y cuchicheando
en voz baja, palabras sueltas : -muerte-pobrecitas-quien será, etc entre los mercachifles claro no faltó alguno
que dijera : – alguien enterró el pico-
Pasó un tiempo, no recuerdo cuanto hasta
que volvieron abrir, pero solo apareció una Ajiseca que venía cotidianamente a
ocuparse del puesto de aves, su rostro no mostraba tristeza, algo callada y
concentrada. Nadie se atrevía a preguntarle quien había fallecido.
Mi madre hizo mil suposiciones, de quien
podría ser la/el finadito/a , quizá algún familiar cercano y por eso la otra
Ajiseca no venía, tenía que ocuparse del hogar, Nunca supe quien falleció.
Ese año terminaba yo la primaria y poco
iba al mercado, pero una vez mas acompañé a mi madre a comprar pichones a la Ajiseca, ya que era lo único que
ahora vendía y en su puesto solo colgaban cuatro pollos pálidos y flacos,
perdió la clientela, hasta que cerró definitivamente , ya para entonces mi
madre tenía otra casera, una gordita blanca y rabona que cacareaba sin parar. SIN VéRTEBRAS. CíRCULO D.M.
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