Un recital de poesía es un acontecimiento anómalo y desafiante en la vida moderna. Leer bien poesía
en la soledad de la lectura silenciosa es ya de por sí difícil para la mayoría, pero escuchar y asimilar
un poema con el oído en nuestros días lo es mucho más. Un poema bien leído en voz alta demanda
una atención integral de quien escucha: demanda que quien escucha, escuche como muy pocas
veces solemos hacerlo en la vida cotidiana. No es sólo un problema de concentración intelectual, es
un problema de dispersión espiritual. Cuando un poema es bien escuchado, el que escucha no sólo
escucha el poema, se escucha a sí mismo a través de él, se reconoce en él. Y es esto último lo que es
verdaderamente anómalo y a lo que cada día estamos menos acostumbrados.
En un recital de poesía lo único que esencialmente importa es el poder evocativo de las palabras
encarnadas en la voz del que lee. Los gestos, el lenguaje corporal o algún otro elemento escénico
pueden contribuir a reforzar ese poder, pero lo que importa es sentir a través de la voz el ritmo del
lenguaje, la sonoridad de las ideas, el magnetismo emocional que un poema ejerce cuando es bien
leído (¿habría que decir cantado?) y bien escuchado. Eso, en sociedades enfermizamente adictas a la
pirotecnia de lo visual y espiritualmente pasivas, es cada día más difícil de conseguir.
Muchas veces he leído poesía en voz alta. En espacios públicos y, sobre todo, privados. Cada una de
esas veces ocurrió algo mágico, algo, para no escucharme esotérico, significativo. Fueron momentos
plenos cargados de eso que hoy nos hace tanta falta a todos: sentido. Aquí les comparto poesía
leída en voz alta por dos magníficas voces y en diálogo con las extraordinarias canciones de Rafael
Mendoza. Ojalá que consiga hacerlos escuchar o, mejor dicho, escucharse. CáMARA FRIGORíFICA. CíRCULO D.M.
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