Iba caminando por la calle pensando en lo que le acababa de decir. La frase se repetía en su cabeza y le provocaba presión en el pecho, sentía que no podía respirar. Siguió caminando con la mirada en la acera mojada sin ver su propio reflejo. Los demás corrían buscando un toldo, una cornisa bajo lo que refugiarse de la tormenta. Ella dejó que la lluvia la empapara deseando que se llevara su pena a las alcantarillas de la ciudad y lejos, la llevara muy lejos de ella, al océano si pudiese ser. Al océano donde todo había comenzado hacía unos meses. Dicen que las experiencias más sobresalientes de nuestras vidas las vivimos cuando viajamos solas; para ella, así era. Un perro la observaba desde la esquina, incluso él se había puesto a cubierto. Cuando ella pasó por su lado el perro le dio con el morro en la mano, como queriendo consolarla. Los animales son más sensibles que los humanos, pensó ella, se percatan del dolor aunque no seamos de la misma especie.
El viento corría violentamente por las calles y pegaba sin remilgos a mujeres y niños, los zarandeaba, los empujaba al suelo, los revolcaba por el asfalto aceitoso. Una rama de un gran árbol cayó al asfalto fulminada por un rayo o enfado de Dios. A ella le dio igual, la rabia y el desconsuelo la guiaban sin rumbo en el caos de la urbe. Los coches se detenían improvisadamente en medio de la carretera y sus conductores no podían ver a dónde dirigirse pues el agua que caía del cielo era como en el diluvio universal. Un coche estuvo a punto de atropellarla, otro y otro más, pero a ella le daba igual, no le hubiese importado morir. De pronto, en medio del ruido, de los rayos, del vendaval, de la copiosa lluvia, una brazo la rescató de la muerte, a lo mejor le tendría que haber preguntado primero si quería que la salvara; ella hubiese respondido que no. Pero el brazo no se lo pensó y como un gancho de vida la apartó de las ruedas del gran camión de basura, pues la mierda en la ciudad es mucha. A tiempo no frenó el camión y por eso se estrelló contra una palmera de grueso tronco que se quejó y llamó idiota al conductor.
Ella tenía el pelo mojado cubriéndole la cara y la mirada perdida, ni siquiera se había asustado ante la muerte. El hombre salvador la miró con un intenso interrogante en sus ojos y ella no levantó la mirada de la acera, igual que antes de que el camión se dirigiera hacia ella sin control. Prendado de su melancolía sintió que no quería dejarla marchar, pero ya iba llegando el momento de dejarla ir. Ella no hizo por desasirse, él se preguntó si aquello eran lágrimas o gotas de lluvia en su preciosa cara. Sin quererlo remediar, la acercó a su pecho y le dio un gran abrazo, la abrazó con todas sus fuerzas y la lluvia los empapó. DISTORSIONES. CíRCULO D.M.
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